lunes, 13 de diciembre de 2010

¿MUJERES?


La mayoría de los hombres que hablan mal de las mujeres, en realidad hablan mal de una sola mujer. Esto fue más o menos lo que escribió Remy de Gourmont. Y también dijo que uno se conoce a través de las mujeres con quienes ha tenido una relación. Quiero confesar, no sin el embarazo debido, que el único tema importante que conozco es el que concierne al mundo femenino. Es un tema tan vasto como la astronomía o la física cuántica, pero mucho más misterioso porque no se presta a la conclusión. Cada vez que uno cree conocer las razones del comportamiento de una mujer es que, sin darse cuenta, tiene atada ya una soga en el cuello. Sé que es arbitrario dividir el mundo en hombres y mujeres, pero en estas cuestiones soy un pueblerino. Ya suficientes problemas me causa la atracción femenina como para aumentar mis tribulaciones poniendo atención en otros géneros. Ya hay suficiente filosofía con la ciencia, dijo Quine, con quien no comparto ningún punto de vista, exceptuando, quizás, el antiguo consejo de que no debemos inventar más problemas de los necesarios.

Si un hombre habla mal de las mujeres, siguiendo con Gourmont, habría que preguntarle quién o cuántas mujeres lo despreciaron. Es sano para una buena salud ubicar el origen de nuestros males porque, de lo contrario, culparemos al mundo de las desgracias que provocan sólo unas cuantas personas. A veces una mujer llega a sentir piedad por las penas que ella misma causa, ha dicho Gourmont, y tal verdad me parece una de las formas más crueles de la paradoja humana: sentir piedad por quienes, aún de modo involuntario, son nuestras víctimas. A este sentimiento puede remitirse una buena parte de la humanidad. Sé que es una obcecación de mi parte, pero creo que se reconoce a los hombres observando el rostro de las mujeres que los aman. Es tan sencillo leer en la superficie de esos mapas espontáneos. (Una extraña manía me acosa en los últimos tiempos y es la de pensar que todas las mujeres ocultan algo muy grave y que por lo tanto es mejor no averiguar ni molestarlas con preguntas. Creo que ningún secreto masculino vale lo que uno femenino porque si este último pudiera ser develado el mundo interrumpiría su marcha).

Schopenhauer estaba en contra de la monogamia porque era un hombre sabio, aunque lleno de rencores. La monogamia es en verdad una locura, pero eso es justamente lo que distingue a los humanos de otras especies: necesitamos convencernos de que una extravagancia es verdad. Y este convencimiento es fundamental para crear casas que nos cobijen del constante asedio de las pasiones. Por la misma razón hacemos teorías que damos por comprobadas o ciertas: queremos sentirnos protegidos. El concepto de dama le parecía a Schopenhauer abominable y tuvo a bien a escribir que las damas eran monstruos creados por una civilización europea basada en sus ridículas pretensiones de respeto y veneración. Estas damas, confiaba el filósofo, desparecerán de la tierra y entonces sólo quedarán mujeres. Yo, como Schopenhauer, creo que las damas no han existido nunca excepto en la mente de los hombres más primitivos. Y uno se conoce a sí mismo tratando a las mujeres. Y entre más mujeres sean las que uno trata más mundo habrá para un hombre. Cuando Gourmont dice que él se conoce a través de las mujeres es porque no le queda otro remedio. Ante la imposibilidad de saber quiénes son ellas lo único que le queda es conocerse a sí mismo. He allí un versión sobre el origen de la sabiduría socrática.

Dice Gourmont que un imbécil no se aburre nunca porque se contempla. Y ese aforismo sin más explicaciones me ha puesto a pensar en mí mismo. Mi vanidad me torna un imbécil que no se aburre porque se contempla a sí mismo. Pero a esa actitud le he intentado poner remedio dirigiendo mi atención al mundo femenino. Es la única manera de volverse sabio y en mi vida he dicho cosa más cierta. Permítanme endilgares otra definición de sabio que ya antes he citado en esta columna y que he robado literalmente de un libro de Richard Rorty. Es una definición que habrían de hacer suya también los que consumen su vida discutiendo política o asuntos públicos: sabiduría es la virtud de escuchar a los demás con la esperanza de que puedan tener ideas mejores que las nuestras. Y si además de esta virtud te entregas

—sin esperar comprender— a la contemplación del mundo femenino, entonces te convertirás, sin ninguna duda, en un hombre de bien.


Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 13 de diciembre de 2010.

lunes, 6 de diciembre de 2010

¿AMIGOS?


Ha escrito Simone Weil, en La gravedad y la gracia, que es imposible perdonar a quien nos ha hecho daño si ese daño nos ha humillado y rebajado. Y sugiere pensar, aun cuando no sea verdad, que ese daño no nos ha denigrado sino que, por el contrario, ha elevado de rango nuestro espíritu. Yo no sé si Simone Weil posee una filosofía ordenada pues me es difícil comprender sus escritos, muchas veces farragosos y crípticos, sin embargo sus momentos de iluminación envuelven al lector y lo transforman por instantes en otra persona. Cuando dañas a alguien impunemente, descansas y permites que sea el ofendido quien consuma esa energía en su sufrimiento o en su necesidad de venganza, escribe Weil. Y añade que la muerte es lo más precioso que le ha sido dado al hombre por lo que hacer mal uso de ella es impío y nos rebaja como seres humanos. Matar a medias, mal morir son actos crueles porque su desperdicio afecta nuestra capacidad de vivir una muerte plena, liberadora, absoluta.

Ya he dicho que Weil es un tanto críptica y las frases anteriores nos dan fe de esos turbios e impredecibles razonamientos. Y, no obstante, el lector completa las sentencias o manías místicas de la escritora francesa con las manías propias, como procedo yo mismo ahora en este artículo. En mi opinión la amistad es una de los más grandes privilegios a los que puede aspirar un ser humano. Me refiero a la amistad como a una acción que recorre un campo de aventuras, no cuando es un punto inanimado. Hablo de la amistad cuando se hace evidente y se desborda, no cuando se calcula o se ahorra de manera miserable. Y pese a lo generosa que pueda ser esta relación tiene que terminarse algún día pues, en su ser esencial, la amistad copia a la muerte. No hay amigos para toda la vida, aunque el recuerdo de esos amigos perdure por siempre, nos haga más dignos y vuelva nuestro pasado más honroso. El dilema es que para copiar la muerte hay que tener fortaleza e imaginación y no andar mal matando con rumias cobardonas y degradantes a quienes nos han querido. Por eso, siguiendo a Weil, es imposible perdonar a aquellos que nos hacen daño si no es asumiendo como un gasto de nosotros mismos ya no sus golpes sino su miseria: no saben morir porque su vida siempre ha sido habitada a medias y de esto también tenemos que hacernos cargo nosotros.

"Porque rebosa vida el diablo no tiene ningún altar", ha escrito otro pregonero de la desgracia vital. Y esta frase de Cioran me parece cargada de malvada inocencia porque habla de la muerte desde un rotundo amor por el vivir. Si nos ahorramos la idea del diablo y sólo decimos que quien rebosa vida no requiere ningún trono o altar entonces nos estaremos acercando a una buena concepción de la amistad. La amistad no requiere declaraciones ampulosas para manifestarse, y cuando se transforma en difamación del antiguo amigo, en daño constante y en habladuría permanente entonces rebaja al otro a su condición y lo somete a una carga que no le corresponde, como ha citado Weil unas frases atrás.

En un ensayo de Richard Rorty cuya lectura recomiendo a todas las personas a quienes les interesa la idea de la justicia ("La justicia como lealtad ampliada"), el filósofo dice, en pocas palabras, que si las personas que pertenecen a una sociedad se preocuparan por los desconocidos tanto como lo hacen por sus amigos, entonces la justicia no tendría necesidad de pomposas explicaciones racionales. Bastaría ver en el otro a un amigo a quien se le propina lealtad. Describo esta propuesta de manera somera, pero en esencia consiste en lo que acabo de escribir. Y, sin embargo, la desgracia nos acecha porque si bien podríamos tomar como deseable la propuesta de Rorty yo me preguntaría: ¿qué sucede con tantos amigos que no saben morir y que cada día intentan dañarnos con sus comentarios y con el peso de su vida moribunda? Pues no está claro que la lealtad sea un valor constante en las amistades más fuertes o excepcionales. Hablo de una lealtad que debe demostrarse, para honrar al pasado, justo cuando la amistad termina porque de lo contrario todo se pudre, se mal muere, se hace uno desgraciado. Con esa clase de amigos no se puede hacer sociedad, le objetaría la cruda realidad al filósofo. En fin, yo intento demostrar mi lealtad a los amigos que ya no lo son, y hasta ahora he tenido fortuna. No les hago cargar mi mediocridad en la espalda.


Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 6 de diciembre de 2010.

lunes, 22 de noviembre de 2010

UN ANTI LÍDER



Hace una semana me hicieron varias entrevistas a las que respondí de manera escrita. Las razones por las que me entrevistan son oscuras pues en palabras más o menos claras soy una especie de cero a la izquierda y mis opiniones acerca de cualquier tema se evaporan unos minutos después de ser expresadas. No soy un líder de opinión. Esto me proporciona cierto bienestar moral y una libertad envidiable de tal modo que puedo decir absolutamente todo lo me viene en gana. Si el entrevistador posee la libertad de preguntar lo que desea, entonces yo haré lo mismo sólo que por escrito. Con el pasar del tiempo la propia voz se torna odiosa y peor aún las muletillas o los gestos que acompañan a las palabras. A siete entrevistas respondí con cierta curiosidad y premura. De todas ellas he rescatado ciertos párrafos para engarzarlos a modo de artículo. Es una forma de pelear contra el olvido pues mi experiencia me dice que en este género nada permanece, excepto el gesto.

Me gustaría creer que casi todas las personas somos insignificantes, una equivocación, una pasajera enfermedad de la naturaleza que ni siquiera dejará huellas permanentes. Por ello en mis novelas elijo personajes que viven su aparente mediocridad como un destino. Son cercanas a las almas muertas de Gogol: seres que no están pese a que su nombre aparece en infinidad de documentos. Un ejemplo: cualquier persona de pobres recursos en México se ve condenada a vivir como si fuera un alma muerta, sin buena educación, sin justicia ni seguridad económica. La realidad que describen los periódicos y la ficción de que se valen las novelas son parte de un movimiento que comienza con la experiencia y la sensibilidad: la ficción como una realidad sin centro de gravedad, y la realidad como un sueño que no termina de fluir. Sin embargo, la crueldad de la realidad cotidiana supera por mucho cualquier violencia expresada en la novela, el arte es desterrado a un polo inhabitable y su sentido vital se disuelve. La violencia de la realidad vuelve, en apariencia, innecesario el arte. A veces trato de convencerme, en un acto de ingenuo escapismo, que esta época no me pertenece y que sólo soy testigo de la testarudez humana y de su consecuente desgracia: un testigo que escribe y sólo se involucra desde la literatura. Presumo tener una butaca inmejorable para presenciar este horrendo baile de los desequilibrios. No obstante, por más que procure ser sólo un espectador, la violencia devendrá una metástasis que terminará mordiendo hasta el más pequeño de mis huesos.

A mí me agradan los jóvenes que nacieron viejos. Yo era un poco así. De modo que sólo estoy llegando al mismo lugar donde comencé. Mis golpes son más lentos, pero mantienen su antigua dirección. Uno es el mismo porque cambia y pese a esos cambios permanece. Cada vez que decepciono a alguien respiro aliviado: ¡un peso que me quito de encima! Me he dicho después de que un joven me recrimina por haberme convertido en un viejo. La sangre y la mugre no se van nunca hasta que desapareces y te conviertes en nada. Me alegra no parecer el mismo, así mis acreedores no vendrán a cobrarme las cuentas. Hoy en día ninguna política tiene sentido si no contempla en sus especulaciones la ecología y la construcción de estructuras sociales sólidas capaces de recibir a quienes aún no han nacido. Parece necesaria una política de la desesperación, una metapolítica como la llama el filósofo Peter Sloterdijk. La televisión es el medio educador de los jóvenes más desprotegidos y con sus programaciones deleznables, mutiladoras del lenguaje y la reflexión cooperan tanto a la catástrofe como los mismos criminales. Los analistas o comentaristas políticos viven de la sobre explicación de los males (estamos un poco hartos de tanta habladuría sin sustancia: estamos sobre explicados). La ética de los comerciantes ha suplantado a la ética humanista que debía fundar idealmente a las sociedades democráticas. El poder económico lleva las riendas por encima de un poder político que le rinde pleitesía. Me sigo haciendo la misma pregunta que se hiciera Karl Popper, ¿cómo acabar con los malos gobernantes y criminales sin exponernos a una guerra civil o a una tragedia sangrienta? De eso se trata, ¿cómo lograrlo? Todas estas elucubraciones tratan de cuestiones prácticas, pero desde mi vida personal doy todo por perdido y prefiero sobrevivir sin detenerme en las "grandes ideas." Si los grandes negocios siempre terminan en asesinato, las grandes ideas no van de ningún modo a la zaga.

Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 22 de noviembre de 2010.

viernes, 19 de noviembre de 2010

EL SUEÑO DE LOS PATOS



"No se puede amar u odiar una cosa, sino hasta después de haberla comprendido", dicen unas líneas de El libro del desasosiego, de Fernando Pessoa. Desde hace muchos años leo diariamente una o dos hojas de este libro. A veces me ausento porque nada de lo que he hecho en mi vida es constante, pero en lo posible cumplo con este ritual que más que ser un ritual es necesidad o vicio. El libro del desasosiego es el único I Ching que he encontrado a lo largo de tres décadas de constantes lecturas: el Corán o la Biblia de un infiel. Yo odio porque creo comprender y ese odio es una experiencia física que contamina todas mis células; no sé si es común que el odio vaya, como es mi caso, unido a un asco que suele concentrarse al mismo tiempo en el estómago y en una estrella remota que ni siquiera logra distinguirse en el firmamento. El asco y el odio no son verdaderos si a la vez que te roen los huesos no se encuentran también en un plano lejano.

Yo he odiado a un selecto puñado de personas, pero sobre todo me repelen las situaciones que provocan, es decir, la consecuencia de los actos que esos cuerpos con vida llevan a cabo. Los animales me son extraños y no comprendo exactamente qué hacemos nosotros, los humanos, compartiendo un mundo con ellos. Me imagino que ésta es la prueba de que el azar es un dios que se divierte como nadie más en el universo. Escucho su risa cada vez que descubro a un perro subir las escaleras de un puente peatonal, o miro en el cine a un caballo azotado por su jinete correr detrás de unos bandidos. Siempre he asociado los caballos con la justicia y por tanto me continúan pareciendo animales mitológicos. He asumido que tanto la justicia como los caballos no existen y es hasta entonces que he comprendido la sorpresa de los aztecas cuando vieron por primera vez a esos españoles rubios y armados montando a sus corceles y pensaron que jinete y caballo formaban una misma entidad. Yo, toda vez que me encuentro con un caballo sin jinete encima creo que lo han partido por la mitad. Como los animales me son extraños no les guardo ningún rencor especial y procuro no acercarme y mucho menos tocarlos. Finjo que no existen, me hago a la idea de que son una entelequia y continúo mi camino.

Si los animales encarnan en una realidad aparte, no así las mascotas pues éstas devienen en animales humanos que por misteriosas razones han aprendido a convivir con las personas. Yo creo que las peores mascotas son las que aman a sus dueños a pesar de que estos sean criminales. Es una mansedumbre y un amor que se antojan por lo menos detestables. Cuando, paseando por el Parque México, en la colonia Condesa, me he encontrado de frente con otro paseante que se hace acompañar de su mascota, evito mirar al perro y me concentro en las pupilas del dueño. Sólo de esa manera me entero si corro peligro y será necesario retroceder o torcer el camino. En la mirada del amo se revela el humor de la mascota. Ambos se han unido vía una sustancia espiritual que recorre las cosas vivas. Durante la última década proliferaron en mi país unas bestias negras de cabeza en forma de calabaza que se abre a la mitad por un enorme hocico babeante. Son los Rottweiler y han poblado las calles de mi ciudad haciendo aún menos amable el paisaje y los paseos urbanos ahora reducidos a correrías apresuradas que no duran más de unos minutos. Lo que hace abominables a estos perros son sus amos que resuman arrogancia, orgullo y una debilidad que si tomara el escenario terminaría de muy mala manera. Los Rottweiler pertenecen a una raza que no tienen clara su orientación sexual y suelen confundir a los machos con las hembras. No sé si esto sea cierto, pero cuando en la entrada de un comercio encuentro a un policía acompañado por uno de estos perros vigilantes acostumbro compartirles mi información.

Si se odia lo que se comprende, entonces yo no puedo odiar a los animales y mi relación con ellos se expresa en un continuo mantenerme aparte. Ahora, cuando escribo estas líneas me doy cuenta de que me encuentro más cerca de las piedras que de los seres vivos. Las piedras no me son ajenas e incluso podría decir que las comprendo: comprender a las piedras, ésa si que es una nueva noticia, un descubrimiento del que me ufanaré en los años venideros. Y si las mascotas me son desagradables es por lo que tienen de humano y porque contra el misterio de su origen han asumido una humanidad para sobrevivir. Son las mascotas los seres humanistas por antonomasia, encarnan sin accidente el ideal de Pico de la Mirandola y de los pensadores franceses de la Ilustración. Las mascotas amorosas o sumisas aniquilan de manera inconsciente lo que más tienen de enigmático. Mi abuela tenía un loro que repetía los nombres de cada uno de los nietos como si fuera un maestro de escuela pasando lista a sus alumnos. A las seis de la mañana, cuando su dueña corría la funda que cubría la jaula en forma de mezquita, el loro comenzaba a corear nuestros nombres. Nunca nos pareció gracioso el alarde verbal de este pajarraco, aunque el verde de sus alas inmóviles nunca ha podido escapar de mi memoria. A media mañana, una vez liberada, el ave se paseaba en la mesa o en el respaldo de los sillones, pero nunca cerca de las ventanas. En ese entonces todavía nos preguntábamos por qué prefería la televisión a la copa de esa higuera que se alzaba frondosa en el jardín de la casa vecina.

En sus paseos por los alrededores de Appenzel, en Suiza, a mediados de los años cuarenta, el escritor Robert Walser la hace notar a su compañero de marcha que los perros que salen a su paso se han tornado más reservados: "¿No se ha dado cuenta de que los perros se han vuelto mucho más silenciosos que antes, como si la electricidad, el teléfono, la radio y demás artilugios les hubieran quitado la voz?" El recuerdo de esta observación me lleva a pensar que finalmente las mascotas han perdido la voz porque son sus amos los que hablan en su nombre. Es el mío un comentario tan obvio que no debería haberse escrito y, sin embargo, ¿cuántas personas ponen en boca de sus animales palabras de más? Los convierten en entidades morales parlantes o en voceros de su intimidad y de sus pasiones. ¿Qué puedo tener yo en contra de eso? Nada en verdad, lo que sucede es que mi idea de la libertad pertenece a una noción fantástica del mundo. Por eso vuelve a aparecer la imagen de un joven caimán de apenas un metro de largo paralizado en el fondo de la estrecha pileta que aún está de pie en casa de mis padres. El caimán miraba sin mirar y su piel escamosa hipnotizaba mis pupilas que nunca antes habían tenido tan cerca a un animal prehistórico. Mi padre había traído al lagarto de la selva chiapaneca con el fin de obsequiarlo a un político que gustaba de coleccionar bestias extrañas en su casona de mármol. Y mientras llegaba a su destino, el animal permaneció una semana en la pileta de nuestra casa. Mis hermanos –por entonces aún no cumplían los diez años– invitaban a sus amigos a mirar a cierta distancia a esa piedra inmóvil que esporádicamente se sacudía como presa de un doloroso estertor. Acaso la prueba de que este animal jamás podría tener el aura de una mascota es que mis hermanos, tan dados a bautizar hasta a las moscas, no encontraron nombre para el ser dentado que tuvo la mala suerte de encontrarse un día frente a frente con mi padre.

En una breve novela de John Fante, el personaje más destacado y padre de una familia de holgazanes, exclama cuando descubre a su hija dormida rodear con sus brazos a su mascota: "Me gusta que los jóvenes duerman con perros. Es lo más cerca de Dios que estarán en su vida." Vuelvo a las páginas donde se encuentra el pasaje citado y me doy cuenta de que muchos años atrás cuando leí esta novela hice una anotación al margen de la hoja que dice: "Dios es un perro, no una mascota." Y temo confesar que no sé qué motivos tuve para escribír sentencia tan categórica cuando los dioses nunca han sido objeto de mi atención. Odiar a Dios es un desperdicio si podemos concentrarnos en seres menos nebulosos y más viles. Debo concluir estos pasajes deshilvanados contando que un día prometí que si ganaba un premio literario donaría el dinero a los patos que habitan el estanque del Parque México. Lo hice porque hace unos años me desperté con la noticia de que varios perros, aprovechando la calma nocturna de una madrugada que apenas comenzaba a nacer, se introdujeron al estanque y asesinaron a veinte patos que soñaban con patos que a su vez soñaban con más patos. Los perros aprovecharon que se hacían labores de remodelación en el parque y el agua apenas si alcanzaba a humedecer el fondo del estanque. Unos días antes de crimen tan aterrador estuve a punto de ganar, como me lo hizo saber Enrique Vila-Matas, el premio Rómulo Gallegos que si mal no recuerdo ofrecía casi un millón de pesos mexicanos, cantidad suficiente para dejar de escribir durante un buen número de años. El premio se lo adjudicó a Fernando Vallejo de quien supe después, aunque no lo comprobé, había donado el dinero a una asociación esmerada en la protección de canes desamparados. Pues bien, en una especie de desagravio tardío prometí que si alguna vez se me otorgaba un premio de tan altos vuelos, los anodinos patos del Parque México recibirían de mis manos un cheque espléndido el cual funcionará para amentar su seguridad mientras duermen. Y vamos si no cumpliré mi promesa.

Revista SOHO (Colombia), Edición 127, 19 de noviembre de 2010.

lunes, 15 de noviembre de 2010

LOS FALSOS PLACERES



En Cool memories, Jean Baudrillard exalta, como pienso tendrían que hacerlo muchos hombres, el hecho de que una mujer simule un orgasmo. En realidad nadie sabe qué cosa es un orgasmo excepto quien lo siente, o también los científicos que van de un lado a otro con su cinta métrica midiéndolo todo sin ningún pudor. Pero lo que hace Baudrillard es alentador porque destaca la actuación femenina en el teatro de la cama. ¿Quién reconoce a ese grado el esfuerzo histriónico de tantas mujeres anónimas? No sólo se entregan (la verdad es que ninguna mujer se entrega totalmente) a hombres torpes o anodinos, sino que además les ofrecen actuaciones espléndidas que suponen en ellas un talento nato. Simular el placer es un acto de cortesía casi tan generoso como donar órganos o quitarse el pan de la boca para ofrecérselo a un hambriento.

Por el contrario, tener un orgasmo real no guarda ninguna virtud ya que representa justamente lo esperado: es el resultado de una suma. No descubro ningún misterio en entrar a un restaurante, ordenar a la mesera una ensalada, esperar una ensalada y descubrir que al cabo de unos minutos aparece sobre mi mesa una ensalada. Lo extraordinario sería que en vez de ensalada apareciera de pronto una sopa de médula o un plato con insectos torturados. Entonces sí que la vida podría comenzar a ser interesante, un plato de insectos puede ser el principio de una dicha invaluable. Pienso que el placer no contiene en sí misterio o virtud, pero el simular placer, como toda buena actuación, linda con el arte, es decir con el estar sin estar. Todas las mujeres son artistas porque cuentan con el don de la desaparición, se escapan a voluntad y se vuelven núcleo, ensimismamiento, origen. No concibo un acto más sublime que el de estar sin estar pues, bien mirado, simular placer es lo más parecido a tenerlo.

Parece tan difícil encontrar el amor de tu vida cuando en realidad tienes muchas vidas, dice Baudrillard en sus breves memorias. Y este es nada menos que el lado contrario a la cara femenina de la moneda. No se puede tener un amor único porque dentro de cada uno de nosotros habitan varias personas con gustos o vidas diferentes e incluso opuestas. Simular que uno ha encontrado al amor de su vida es tan generoso, cortés e inteligente como simular un orgasmo ya que en ambos casos se actúa tratando de ofrecer un poco de verdad al otro. Y uno desaparece mientras ofrece ese poco de verdad, se concentra en sí mismo y se convierte en una especie de oquedad estelar. El constante escapismo que muestran estos actores (la que simula orgasmos y el enamorado fiel) en el drama humano es, en esencia, el semblante del vivir.

Yo sé que sonará a una tontería pero debemos tomar en cuenta que tener placer es en realidad y en última instancia no tenerlo. Vladimir Nabokov, en sus Habla memoria se pregunta como "combatir la absoluta degradación, el ridículo y el horror de haber llegado a tener una sensación y un pensamiento infinitos en el seno de una existencia finita." Nosotros, hombres de carne y hueso, bultos jadeantes que apenas viviremos unas cuantas décadas, ¿qué derecho tenemos a hablar del infinito? Y, sin embargo, lo hacemos y nos conmovemos cuando hablamos de asuntos como el amor eterno o el placer intemporal. Y las palabras del autor de Lolita me remiten en seguida a la idea del deseo que no puede ser colmado porque en su insatisfacción radica su poder. Por eso es inteligente una mujer que simula tener placer. Ella sabe que simular es la única manera de obtenerlo, de invocar el infinito desde un cuerpo finito. Ahora bien: ¿cómo saber que una mujer simula placer? Es muy sencillo: ¡debemos darlo por sentado! Hay que ser muy vanidoso para considerar que uno puede causar placer, hay que ser un imbécil. Ella simula porque es inteligente, y hay que aceptarlo como lo hace Baudrillard en Cool memories pensando, seguramente, en las italianas.


Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 15 de noviembre de 2010.

viernes, 1 de octubre de 2010

RELATO ÍNTIMO DE LA EBRIEDAD


Cuando era niño me sorprendía ver que mi padre, luego de beber una botella de vino, sonreía de manera poco habitual. Tal vez pensaba que si reía sus hijos le perderíamos el respeto. No andaba errado porque su mano dura había dejado huellas en nuestro ánimo y no perderíamos oportunidad de tomar la plaza o al menos de escapar por unos momentos de las miras de la autoridad. En aquel entonces yo no sabía cuánta felicidad sabe ofrecernos el vino. Aún estaba yo instalado en mi pútrida adolescencia cuando mi padre se enamoró de una mujer más joven y nos abandonó durante una década entera. Llamar pútrida a mi adolescencia no es un reproche al hombre que se marchó de casa, es simplemente que los adjetivos son la sal de la vida. Quiso la mala suerte que la joven mujer de mi padre muriera antes de cumplir los treinta y entonces él bebió más que nunca: sufría, trabajaba a todo vapor como fue siempre su costumbre, pero en sus ojos y en su aliento las huellas del vino anunciaban ya cómo habría de ser su caída. Volvió a casa y mi madre lo recibió. Para entonces yo no conocía aún las desgracias que el vino trae consigo si lo bebes cuando has perdido el espíritu.

Dos veces mi mujer me ha contado la historia siguiente, pero aguardo a que pierda la memoria y vuelva a relatarme de nuevo los hechos. Me dice que antes de la cena navideña, su padre solía dar de beber tequila al guajolote por no sé qué razones culinarias, las cuales harían de la carne del pavo un manjar de excepción. Y como nadie más en la familia era aficionado a la bebida, el padre acompañaba con unos tragos al ave condenada a muerte. Parece que al fin ambos terminaban ebrios. Y yo desde entonces no he vuelto a escuchar una historia de tan intensa fraternidad entre el verdugo y su víctima, pese a que ambos pertenecieran a especies así de diferentes. Y traigo esto a cuento porque el vino nunca está ausente en la casa, en la muerte y en los escasos lapsos de felicidad que nos son ofrecidos cuando los dioses se duermen o se emborrachan olvidando que su deber es hacer de nuestra vida una desgracia. Las casas donde el vino ha sido expulsado deben ser más tristes que un árbol seco o cementerios donde todos los cadáveres duermen en la misma posición.

Hace unas semanas durante su cena de cumpleaños mi sobrina que tiende a la anorexia me preguntó por qué los egipcios habían sido tan flacos. No sé qué imágenes habrá visto mi sobrina, pero así como buena parte de la cultura occidental suele remontarse a los egipcios, ella cree que allí debieron vivir las primeras modelos de pasarela de la historia. Lo que hice fue contarle un relato que leí en Euterpe, el segundo de los nueve libros que forman las Historias de Heródoto. Estos libros que leí cuando joven contienen tantos chismes como hombres hay en la tierra y muchos de estos chismes son narrados como si el que los escribiera hubiera preferido narrarlos al oído de los lectores. En el pasaje de Euterpe al que me refiero se dice que los egipcios se purgaban tres días seguidos durante cada mes usando vomitivos y lavativas porque pensaban que las enfermedades del hombre nacen de los manjares que le sirven de alimento. Dice Heródoto que, después de los libios, los egipcios eran los seres más sanos sobre la tierra porque además de purgarse, su clima no cambiaba mucho y es de sobra conocido que el cambio constante de clima resulta nocivo para la buena salud. Los ricos hacían sus cenas pomposas y una vez consumidos los alimentos se paseaba la réplica de un cadáver entre los invitados a quienes se les exhortaba con estas palabras "Mírale, bebe y huelga, que así serás cuando mueras." Y entonces se ponían a beber un vino que hacían a partir de la cebada que no de la uva. Todo esto lo cuenta Heródoto y tal es como yo se lo narré a mi sobrina cuya máxima ambición es ser egipcia y tener las costillas pegadas a la piel.

Casi todos los ebrios son pusilánimes pues así lo son en su vida de sobriedad, pero los pocos que suelen ser simpáticos son una inesperada bendición. Yo conozco a unos cuantos, que cada vez son menos, y cuando uno de ellos se retira de la arena porque su cuerpo o su ánimo han sido mermados por la bebida, me inunda una melancolía de tintes oscuros que no suele acosarme ni en los momentos de mis más insólitas dudas. Algún día todos mis amigos marcharán, no en búsqueda de nada, sino en perfecta huida. El consuelo a esta desbandada lo encuentro en ciertas novelas de cuyos personajes he terminado haciéndome buen amigo. Ellos permanecen, no obstante que sea yo el que los visite con menos frecuencia. A quien más aprecio es a un hombre que habla de sí mismo como si llevara diez años de muerto y que dice sentirse como un montón de doblones de oro enterrados en el fondo del mar. Es un escritor maduro, cansado y que ha tenido que convertirse en guionista de cine para obtener unos cuantos pesos. Se le describe como "la ruina errante que de vez en cuando aparece en alguna que otra revista de circulación masiva con historias cada vez más corrientes." Es Manley Halliday un ebrio al que intento conocer acudiendo una vez cada año a las páginas de El desencantado. Para un escritor de pasado alcohólico como Manley una sola copa puede ser el comienzo de la última caída. ¿Pero quién no va a beber rodeado de tanto palurdo como los hay en el mundo del cine? Hay que aprender a estar borrachos todos los días y cuando la lección termine entonces vendrá la muerte. Eso lo saben quienes forman parte de la santa hermandad del vino.

El que bebe no necesita pedir perdón, esto sobra y vuelve más triste la estancia en el mundo, dar excusas cuando no se hace nada más que beber es absurdo y pueril. La ansiedad por el vino suele ser desastrosa y el remedio contra esta sed es contrario al que se da contra la mordedura del perro. Si quieres que el perro no te muerda sólo hay que correr tras de él. En cambio, si bebes antes de estar sediento es seguro que la sed no te alcance. Eso lo ha escrito Rabelais en el capítulo cinco de Gargantúa y Pantagruel reviviendo una cotidiana conversación entre bebedores. Los ebrios son quizás las únicas personas en el mundo que han sostenido por unas horas la conciencia de la eternidad, ni siquiera los mártires o los héroes podrían experimentar en su ser tan profunda sensación. Uno de los bebedores de Rabelais nos aconseja con voz entusiasmada: "Beban siempre y jamás morirán. Si yo no bebo me quedo seco y mi alma se escapará a cualquier criadero de ranas. Las almas jamás habitan en parte seca." La culpa fermenta en exceso el alma y de esta comienza a emanar un aroma a cadáver que los bebedores podemos reconocer incluso a enormes distancias. Los sobrios acusadores, los "sanos" que no aciertan a ver a un hombre beber sin sentir pena o desprecio no merecen estar en la mesa de los hombres honrados. Yo los detesto casi tanto como el poeta Carlos Barral, quien además describió su encono con muy buenas palabras: "Los abstemios apostólicos suelen apoyarse, aunque nadie les contradiga, en los argumentos de una sanidad inhumana, mecanicista, que habla por estadísticas y enseña órganos corrompidos y disgregados por el alcohol, desde luego, pero no más destruidos que por otras mil causas. También esgrimen paparruchas de sociólogos que relacionan el alcohol con la delincuencia, con el deterioro de las relaciones humanas, con la perversión de la sexualidad y la catástrofe de las familias. Ignoran la gloria de los paraísos artificiales, el aliento a la imaginación creativa, la mitigación de las timideces y la burbuja de cordialidad y de solidaridad con la que el alcohol envuelve a los que lo aprecian. Me pregunto cómo justificarán, cuando son creyentes o piensan serlo, la función litúrgica del vino o la mitología del cáliz."

Mi padre tuvo dos hermanos menores que, como buenos hombres, bebieron desde más o menos temprana edad. Ninguno de ellos se dedicó de tiempo completo a los vinos, antes de eso tuvieron hijos y marcharon, aun cuando se visitaban a menudo, por distintos caminos en la vida. Uno de ellos acumuló cierta modesta fortuna y el otro siempre anduvo flojo en el trabajo, aunque no dejó de llevar comida a su casa. Uno tenía más estudios y ocupó cargos importantes en el gobierno mientras que el otro rondaba de manera azarosa puestos mucho más humildes que los de su hermano. Y mi madre, quien no cesaba de dar opiniones cuando nadie se las pedía, hacía notar a su esposo la injusticia que se cometía cuando sus cuñados se entregaban a la bebida. Si el que es más pobre toma unos tragos se le censura, afirmaba mi madre, se le llama borracho y se le escatiman cada una de las gotas de la botella. En cambio, si el pudiente se embriaga nos reímos, lo celebramos y la crítica más dura que hacemos es decir que se le pasaron las copas. Ella tenía razón pues sólo a las malas personas se les ahorran adjetivos y los eufemismos para describir a los ebrios son verdaderas pedradas en el espíritu. No sé si tener un poco más de dinero en el bolsillo hace que el beber sea más apreciado por las personas, aunque lo contrario es cierto: la pobreza hace sospechoso al ebrio porque uno se pregunta si se puede disfrutar del licor cuando se sufre por la escasez. Yo que he sido pobre catorce veces en la vida recomiendo llevar consigo un billete, aunque sea prestado, cuando se va a beber, un billete que no será gastado sino que deberá conservarse todo ese tiempo en el rincón del más escondido de los bolsillos. Si se hace lo anterior entonces el vino no se pudrirá en el estómago y los astros continuarán su camino.

Es cierto que he leído a Séneca y no me avergüenzo por ello, ni por ninguna otra de mis lecturas. Creo que es bueno leer a un moralista que se contradice y más si ha cometido adulterio y ha caído varias veces de cabeza en el pozo de los placeres. En su De la vida bienaventurada escribe que "el placer es bajo, servil, flaco, caduco, y su sitio y domicilio son los prostíbulos y las tabernas." En algún otro pasaje acusa el vino de ser placer para los que se entretienen torpemente. De esta blasfemia deduzco que el sabio romano cordobés tuvo que haber bebido a cántaros. Uno predica lo que no hace y es ésta la regla moral por excelencia. Yo nunca he bebido solo, mas me atraen las personas que se emborrachan en soledad. Y si después de unos tragos balbucean o hablan al aire es que deben ser unos santos. Mi padre bebió siempre rodeado de amigos, pero cuando todos se alejaron o murieron comenzó a beber solo. Se enclaustraba en su recámara y bebía un brandy que almacenaba en una garrafa de cristal cortado. Eran sus gustos. Me sorprendió y emocionó que a su entierro fueran tantas personas. ¿De dónde salieron? No lo sé, pero yo apenas si conocía a unas cuantas. Me causaron un sentimiento contradictorio, por un lado quería reprocharles que hubieran abandonado a mi padre en sus últimos años, por otro quería abrazarlos, agradecerles que estuvieran allí rodeando su ataúd. No hice ninguna de las dos cosas. ¿Qué se puede hacer en un entierro, sino callar? En La hermandad del vino el personaje de Arturo Bandini también enmudece cuando asiste al entierro de su padre, el recio, borracho cantero Nick Molise, y después de verlo tendido en su ataúd, maquillado, el rostro liso y las mejillas coloreadas dice en silencio: "ése no es el viejo, ese es Groucho Marx y cuanto antes lo enterremos, mejor." En fin, los borrachos hablan siempre más acerca del padre que de la madre y esto es cierto aunque no se pueda comprobar.

Revista NEXOS, octubre de 2010.

lunes, 30 de agosto de 2010

YA NO TE NECESITO


"Ya no te necesito", dice a su madre un niño de cinco años después de enfadarse con ella. Y la madre casi enloquece en el relato de Arthur Miller que tiene el mismo título: Ya no te necesito. Y me pregunto ¿cómo no tuve yo esa misma convicción cuando era un niño? De ninguna manera, imposible, en mi caso habría sido totalmente distinto. Quiero decir que a los cinco años necesitaba más que nunca de mi madre. Después, cuando me convertí en un adolescente ella me dijo: "Eres un arrogante y vas a terminar mal." ¿Y qué puedo hacer? No lograré hacerme un hombre humilde de la noche a la mañana. "Pinche Mongolia Exterior", me repito siempre que cometo un disparate o que me veo obligado a ceder ante una persona que quiero. ¡Qué odiosas resultan las personas que uno ama! Se debe tener tanto cuidado con ellas como si fueran cáscaras de plátano. De lo contrario: al suelo. ¿Por qué nombran Miss Universo a una persona si no hemos visto aún a la viejas de otras galaxias?, se preguntaría Filiberto García, personaje central de El complot mongol, esa novela de Rafael Bernal a quien hemos tenido oportunidad de leer sólo en una diminuta porción del planeta Tierra. Todas las concursantes son la misma cosa, tienen las mismas medidas, son hermosas y dicen los mismos disparates. Qué cosa tan extraña es el universo que se deja representar por una terrícola. ¡Pinche Mongolia Exterior!

¿Ya no te necesito?, pero si ni siquiera podía amarar los cordeles de mis zapatos a los nueve años. Y entonces, ¿de dónde proviene la arrogancia? Además cultivo el desaliño. Me provocan una honda tristeza todos esos que tienen demasiado cuidado en su persona. He estado a punto de soltar las lágrimas cuando anteayer he visto a un hombre con los zapatos limpios y lustrosos como aluminio. Y los trajes sin arrugas. Y las combinaciones perfectas entre pantalón, camisa y saco. Es en verdad desquiciante toda esta farsa. Tengo deseos de llorar. ¡Pinche Mongolia Exterior! Una pareja de amigos que vive en Londres desea adoptar a un niño mexicano. Ella es oaxaqueña y él es inglés. Tienen años intentando sortear los trámites necesarios. Como respuesta han recibido en su casa a decenas de visitadores de una institución federal que van a Londres sólo para comprobar si los aspirantes a padres son honorables (los gastos que causan estos viajes corren por cuenta de mis amigos). Los visitadores no avalan todavía la adopción, pero van y vienen de Europa. Qué buena vida esta de determinar la calidad moral de las personas. Me alegra no tener hijos. Me los imagino gritando a coro: "¡Ya no te necesitamos!"

Debo terminar este artículo antes de que la depresión me sepulte a profundidades que ni el mismo demonio conoce. Me ha escrito una joven amiga que desea estudiar periodismo. Me dice que en su escuela treinta alumnos aspiran a trabajar en televisión y sólo ella desea hacerlo en un periódico. Ella se ha vuelto ahora una especie de alien, una intrusa que viaja en un cohete espacial (su salón de clases) en busca de la fama. Y además esos chicos no quieren leer, no saben qué es eso, no comprenden siquiera por qué existen todavía ficciones, me dice mi amiga a quien he recomendado una lista de veinte novelas breves. Y como nuevo viejo que soy me pregunto: ¿Que han hecho con todos estos niños? ¿En qué momento los destruyeron de esa manera? De inmediato me arrepiento: ¿qué me importa? El mundo comienza a serme totalmente ajeno y eso es lo más parecido a una liberación. ¡Ya no los necesito! Tal será desde ahora mi sentencia de batalla. A ver si es cierto, cobarde, ya te veremos en una cama de hospital llorando y pidiéndole a tu madre que vuelva.

Una terrícola que es reina del universo, unos burócratas que viajan a Europa a expensas de un niño, un ejército de párvulos que quieren salir en televisión, un hombre que bolea sus zapatos hasta borrarse el dedo meñique del pie, un hombre que come fruta para estar sano, qué mundo me ha tocado vivir: ¡pinche Mongolia Exterior!


Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 30 de agosto de 2010.

sábado, 7 de agosto de 2010

MALAS COMPAÑÍAS (¿POR QUÉ PENSAR EN LA LEGALIZACIÓN?)


Desde que mi memoria se puso en marcha hasta ahora que comienza a dar algunos tumbos saco a cuentas que me inclino más por los seres concretos que por las entidades abstractas. Prefiero una montaña a la idea de una montaña. Quizás esto se deba a que en la vida cotidiana uno puede salir herido si se tropieza con una piedra, en cambio no es común escuchar que una persona muera sepultada por un concepto o una metáfora. Sin embargo no hay que confiarse pues en verdad sucede lo contrario: detrás de tanta muerte de personas concretas, sea a causa de una revolución o de una guerra se encuentra siempre una mala teoría o, si se quiere, una teoría no comprendida o interpretada de mala manera. Quiero decir que en el curso o devenir de la historia las personas se han visto obligadas a subir por montañas que no existen o a pelear contra personas que no conocen y que acaso en otras circunstancias serían sus mejores amigos. A veces esto no es consecuencia nada más de una mala teoría sino de personas o instituciones que aprovechan estas teorías para obtener beneficios. Creo, como lo escribió Karl Popper, que todos los hombres son filósofos o creadores de teorías aunque unos lo sean más que otros. Con estas palabras intento decir que los hombres tienen derecho a imaginar teorías pero no a imponerlas sin la aceptación razonada de los demás.
En relación a que los malos conceptos o teorías propician estragos, en el arte sucede también una cosa parecida. Es suficiente que un artista lleve a cabo una propuesta novedosa para que de inmediato surjan en el escenario seguidores que a ciegas intentarán seguir el camino recién descubierto. El buen artista abre una ventana pero son varios los que se lanzan de cabeza por el boquete recién abierto. La caída desde esta ventana suele ser mortal por lo que nunca debe uno lanzarse de cabeza a ningún lado ni siquiera por mantener intactos sus ideales. A los conceptos como a las ventanas uno debe asomarse con cuidado y tirarse al vacío a través de ellos. No somos poseedores de verdades absolutas ni héroes que guiarán a nadie por el camino correcto. Lo más que una persona puede hacer es narrar su experiencia, obtener un par de conclusiones y esperar a que los demás encuentren en sus palabras cierta sabiduría para continuar en el camino. La estropeada imagen del héroe ha desmerecido aún más en estos días sobre todo porque se ha vuelto mediática. Si se desea comprobar esta sentencia sólo basta imaginarse a una sola persona ofreciendo la salvación de una comunidad entera.
Quiero pensar que cuando escuché por primera vez decir a alguien que las drogas son perniciosas tampoco tuve manera de oponerme a su sermón y es probable que haya dado como ciertas todas sus opiniones. Y es que si alguien está contra las drogas sin realizar matices o diferencias entre ellas lo que está haciendo es más bien manifestarse contra el demonio. Por supuesto habemos quienes no creemos en demonios ni en demás entelequias parecidas y nos gustaría ser un poco menos vagos en cuestiones que en la actualidad resultan ser tan importantes. Además y creo que estarán de acuerdo conmigo que los vicios y las pasiones cruzan las paredes a su antojo. Yo me preparo para sobrevivir a mis vicios pero sé que no existe muro capaz de contener su embestida. Para no dejarse amilanar ante concepciones o términos que lo abarcan todo es mejor separar las partes o ser más específicos.
Cuando escucho pronunciar la palabra droga siempre me entra una aversión por los conceptos abstractos o las definiciones ampulosas, esas que son capaces de hacer entrar en la misma definición cosas de naturaleza tan diferente. Si somos honestos y ampliamos el espectro de una definición podríamos llamar droga lo mismo a las piernas de una mujer que al cloroformo. En sentido similar se podría afirmar que los tiburones son de la misma clase que los charales sólo porque ambas especies viven dentro del agua. Los antibióticos que ahora requieren de receta para adquirirse no son la misma cosa que la heroína ni esta se puede comparar a la salvia. Detrás de una definición abarcadora e inmensa nos encontraremos comúnmente con problemas de realidad cotidiana. Me ha sorprendido la definición que para drogas ofrece el diccionario de la Real Academia Española. En este se dice que droga es "una sustancia mineral, vegetal o animal, que se emplea en la medicina, en la industria o en las bellas artes." No sé cómo los sabios que han escrito este libro llegaron a esa conclusión, pero me parece extraordinario o por lo menos elocuente que asocien la expresión de las drogas a las bellas artes. Ahora además de acudir a los ejemplos de escritores o artistas como Michaux, Burroughs o Thomas de Quincy para probar la buena relación entres las sustancias estimulantes y las artes podemos también acudir a una sencilla definición de diccionario.
Antonio Escohotado quien ha tenido la suerte de experimentar un sinnúmero de sustancias químicas antes de ponerse a razonar a propósito de las mismas ofrece una aproximación a lo que en occidente hemos tenido a bien denominar con la palabra drogas. Dice el español que droga seguimos entendiendo lo que hace milenios pensaban Hipócrates y Galeno, padres de la medicina científica: una sustancia que en vez de ser vencida por el cuerpo o asimilada como simple nutrición, es capaz de vencerle provocando —en dosis ridículamente pequeñas si se compara con las de otros alimentos—, grandes cambios orgánicos, anímicos o de ambos tipos." Yo creo que es una buena definición aunque está lejos de ser exhaustiva o única. Desde los médicos hasta los entrenadores de educación física, desde los religiosos hasta los peluqueros están dispuestos a establecer en estos temas un canon rector que sea respetado por todos. Esta sí que es una debilidad humana: imponer nuestras razones a los inocentes por más pusilánimes o pálidas que sean. Yo creo que tan correctas son unas definiciones como otras. He escuchado en alguna parte decir que drogas son las sustancias que hacen felices a unos mientras que a otros los vuelven desgraciados. Es cada vez más claro que cada sustancia debe tratarse y conocerse de manera distinta o diferenciada para no caer en el abuso retórico o dogmático tan propio de los inquisidores. El relativismo, siempre que sea llevado a cabo desde una perspectiva honrada e inteligente, suele ser un buen antídoto contra la obstinación o cerrazón de miras. Una prueba sin par de que las consecuencias de una sustancia consumida por distintas personas tiene como consecuencia conductas distintas es el vino. Beberse unos tragos volverá simpáticos a algunos mientras que a otros los tornará aborrecibles, unos se transformarán en místicos bondadosos como el personaje de La leyenda del santo bebedor, mientras que otros se convertirán en una pesadilla como buena parte de todos nosotros. No olvido las consecuencias físicas que acompañan al cultivo de los placeres y los vicios, hígados exhaustos, riñones mártires, vejigas infieles o memoria disminuida, pero ya cada uno sabrá qué clase de vida desea llevar e intentará construir una idea de la salud que le sea conveniente, lo importante es que el drogado no torture al resto de su comunidad pasándose por alto la cortesía civil, es decir las leyes. A propósito de esto reafirmo que mis personajes favoritos tanto en la novelas como en la vida real son los médicos borrachos pues se acercan mucho a mi idea de la divinidad.
Lo que nos queda después de discutir acerca de la legalidad y naturaleza de las drogas es sólo un montón de dudas además de costales de estadísticas sin raíces morales. En un mar de opiniones y posturas distintas no nos resta más que volver a insistir en la libertad. Concepto tan extraño e íntimo al mismo tiempo, pero que es el sustento de las sociedades que no desean ser gobernadas por tiranos ni sometidas por monopolios o pandillas de poderosos. Cuando la confusión o la batalla entre intereses persiste siempre es sano volver a los principios elementales de convivencia y comenzar de nuevo. Para ello se suele acudir a los griegos, a los empiristas ingleses, a la ilustración francesa, a los pragmáticos norteamericanos y principalmente a Kant quien consideraba la libertad como el principio esencial de todo pensamiento o convivencia política. Sin hombres capaces de determinar sus propias vidas no es posible imaginarse siquiera una moral social en la que los hombres responsables tengan acuerdos para preservar precisamente la libertad en que se encuentra basado su pacto de hombres libres. Si uno tiene que recordar en público nociones tan sencillas y tan viejas como ésta es que las cosas no están funcionando bien y que una vez más tenemos que recordar a los gobernantes que forman parte de la sociedad en la que viven y que ellos, primero que nadie, deben demostrar que merecen ser objeto de esa inclusión.
Las personas que son responsables de sí mismas tendrían que decidir acerca de lo que desean consumir, pensar, leer, siempre que no lastimen a los demás ni corrompan las leyes que en términos ideales son las que sostienen justo su libertad de decisión. Un humanista bastante intolerante llegó a decir hace casi tres siglos que a él no le importaba que los hombres fueran viciosos mientras fueran inteligentes pues a fin de cuentas las leyes resolverían todos los problemas. Esto último nunca ha sido cierto porque las leyes que hacen los hombres deben estar en continuo movimiento y en el momento mismo en que han sido promulgadas debe comenzar el proceso para echarlas abajo y encontrar normas aún mejores que deberán en el futuro caer también para dejar su lugar a otras de mejor presencia. En México esto se antoja una ilusión porque los legisladores invierten su tiempo en estrategias para obtener más poder o posiciones en vez de estar atentos a los asuntos públicos: la verdad es que el repudio que causan estos personajes es casi unánime. Si en vista de su naturaleza miope o dogmática las leyes actuales son en buena medida causantes de criminalidad, injusticias o restricciones a la libertad individual entonces tienen que ser modificadas. Si el consumo de ciertas sustancias o drogas es popular debe ser permitido, regulado y orientado en pos de un bien común. El estado en su acepción más humilde tiene obligación de brindar seguridad, equidad en la competencia y servicios de educación para que las personas piensen por sí mismas y no nada más para que se preparen para ser sujetos de una producción mecánica y deshumanizada. A fin de cuentas no nos importa, creo yo, cuales son las preocupaciones morales de los gobiernos, siempre y cuando nos defiendan de los criminales, procuren a través de la educación pública el fortalecimiento de una conciencia civil y defiendan a toda costa las libertades individuales
El problema que acarrea el consumo de drogas proviene sobre todo de la ausencia en el cumplimiento de las obligaciones mínimas del estado para dar lugar a una educación sólida en las nuevas generaciones. Sin conciencia del mal el pecado no existe, sin la conciencia de que no somos más importantes que los demás entonces nada camina. A fin de cuentas la democracia nos obliga a desaparecer ante los demás y a no molestarlos con nuestra presencia. Vacío, hartazgo de lo político, desconfianza, rapiña, resentimiento son la consecuencia de instituciones enfermas y mal formadas. Y cito de nuevo a Popper cuando se pregunta ¿cómo podemos organizar nuestras instituciones políticas de forma que los gobernantes malos o incompetentes nos causen sólo el mínimo daño? Porque el fundamento teórico de las democracias es que sus instituciones nos permitan liberarnos de los gobernantes malos, incompetentes o tiránicos sin una revuelta sangrienta.
En su libro Aprendiendo de las drogas, Antonio Escohotado cita al médico renacentista Paracelso cuando escribe: "sólo la dosis hace de algo un veneno." Y si menciono estas palabras es porque el "mal" siempre es relativo en cuanto depende de la circunstancia en la que actúa. Pero no intento hacer aquí una crítica a la concepción común que tenemos de las drogas, ni tampoco valerme de una razón histórica o científica para llevar a cabo esa crítica, pues ambos caminos (la tradición y el saber positivo) son sólo parte de un fenómeno mucho más complicado. En todo caso, me parece más urgente —como he dicho unas líneas atrás— defender los derechos individuales que necesitan las personas para hacer más fuertes las democracias liberales (dentro de un Estado sólido que procure al máximo estas libertades) y evitar que nos sea impuesta una imagen del mal en cuya concepción nosotros no podemos participar. Un ejemplo: si deseo beber cantidades extremas de café, no aceptaré una prohibición que no tome en cuenta mi opinión al respecto de si quiero o no envenenarme con dicha bebida. (Dice Escohotado que un litro de café concentrado equivale a consumir aproximadamente un gramo de cocaína, aunque como he dicho antes no quisiera por ahora hacer esta clase de analogías pues su sencilla manipulación vuelve el asunto aún más confuso)
Lo que no creo es que deje de haber consumidores de cocaína, marihuana y demás sustancias tóxicas o estimulantes en México. Y su presencia alienta a los proveedores quienes encuentran de este modo su oportunidad de participar en el mercado sin pagar impuestos y sin mostrar ningún respeto por las leyes de la comunidad. Y el cúmulo de crímenes, muertes absurdas, degradación, corrupción que provoca la prohibición irracional de estas drogas es tan considerable que quien solapa esa prohibición comienza a volverse cómplice y promotor de estos lamentables hechos. Creo que en el futuro se valorará o se juzgará duramente a quienes pudiendo buscar soluciones alternativas a una guerra sin sentido (quiero decir soluciones como legalizar, ordenar, regular la producción de sustancias que de todas maneras van a ser consumidas) han preferido mantener el estado de cosas a toda costa. No es justo acusar a una autoridad por intentar cumplir las leyes, pero sí culpar a los legisladores que no crean leyes acordes a la realidad de su tiempo.
Fortalecer las instituciones de prevención y salud, aumentar el peso de las libertades individuales, aumentar el nivel de la educación, regular la calidad de las sustancias que son normalmente prohibidas, poseer un buen sistema de justicia, cobrar impuestos a quienes se dediquen al mercado de drogas (como se hace con las empresas que venden alcohol y demás), evitar sus monopolios y sobre todo no construir —desde el miedo irracional, el desconocimiento y los prejuicios— un demonio o una idea del mal hegemónicos, son acciones más sensatas que poner a todo un ejército a combatir a un enemigo que nunca podrá vencer. Las razones de su lucha, me parece, son sinrazones. Hay que involucrar a la sociedad, más que a la policía y al ejército en la lucha contra el crimen. No hay a corto plazo ninguna solución más que la complicidad de los vecinos para erradicar a los delincuentes. Estamos en el mismo barco y es necesaria la creación de una metapolítica para salvaguardar la vida de los que vienen. Creo como Richard Rorty que la democracia es principalmente conversación y que el libre mercado sin regulaciones que impidan las injusticias es una actividad aberrante. Los vicios cruzan las paredes a su antojo y nada los podrá detener. ¿Por que no partir de una verdad tan sencilla y volver la despenalización de las drogas parte de una conversación entre iguales? Yo no veo otro camino.

lunes, 19 de julio de 2010

ESTADÍSTICAS, ¿PARA QUÉ?


La mañana en que escribí este artículo me levanté pensando en que casi nada de lo que afirmo va acompañado de estadísticas o datos duros —como se le llama a las cifras que aparentemente nadie puede refutar— y por supuesto me puse muy contento por ello. Hoy en día casi cualquiera acude a las estadísticas para demostrar autoridad. Sin unos cuantos datos que sostengan sus palabras los opinadores se sienten perdidos. Qué mala suerte encontrarse con uno que te sepulta en datos durante una conversación en la que se intenta aclarar determinado problema. Acaba uno mucho más confundido de lo que estaba. Antes siquiera de plantear el problema de una forma adecuada ya nos estamos llenando la cabeza de números que en buena parte no sirven para nada. ¿Cómo hace tanto mentiroso para poner a la verdad de su parte? Acude a las estadísticas. A veces ni siquiera tiene que preocuparse por explicar nada: "las estadísticas hablan por sí solas", nos dice, aunque creo que es justo lo contrario: ningún dato puede hablar por sí mismo porque su sola existencia posee en principio una intención humana.

El verdulero sabe que los sábados se venden más calabazas que en el resto de la semana y obtiene beneficios de este conocimiento, es decir se pertrecha con más calabazas para que no se le acaben. Un día las cosas cambiarán y habrá que ajustarse a las nuevas condiciones del mercado. Ahora bien, si el mismo vendedor de verduras me dice que cinco de cada diez personas que comen zanahorias son capaces de ver los volcanes en un día nublado porque tal verdura contiene propiedades que estimulan la vista, correré a comprar mis verduras en el puesto de junto. Comprendo que en el primer caso el señor verdulero sabe cosas por experiencia, en el segundo sólo está alardeando de un conocimiento que no tiene. Un camino para evitar el engaño es desconfiar de cualquier estadística que no podamos comprobar por nuestros propios medios (por ejemplo: el promedio de temperatura en la cima de los Pirineos); después habría qué preguntarse quién está ofreciendo los datos y cómo se beneficia de ello También es bueno tratar de obtener conclusiones diferentes de unas mismas cifras o cambiar su sentido a la hora de interpretarlas. Y sobre todo, es indispensable leer entre líneas lo que estos números no dicen o esconden, pues es común que se les use para correr cortinas negras sobre ciertos aspectos del caso que pudieran ser en verdad relevantes para nosotros. Las estadísticas son un instrumento que auxilia en la ampliación del conocimiento humano, pero hay que tener en cuenta que toda recolección de datos, así como su interpretación y su aplicación en la realidad va precedida siempre de un interés humano.

Una visión desde ningún lugar, es el título que el filósofo, Thomas Nagel, ha elegido para un libro que reúne sus ideas acerca de la realidad, el conocimiento, la libertad, la muerte, el sentido de la vida, la ética y otros temas que son interesantes por sí mismos y que tantos escritores, filósofos, poetas y cocineros han tratado cada quien a su modo. Si tuviera que concluir en un párrafo lo que encontré en esas páginas diría lo siguiente: no podemos abandonar la perspectiva personal y subjetiva desde la que miramos, comprendemos y juzgamos el mundo que nos rodea: la objetividad absoluta es imposible aunque hacia ella tienda el conocimiento científico. Cuando uno desea ser objetivo intenta justamente ubicarse más allá de una posición determinada o subjetiva para observar las cosas desde ningún lugar y tratar así de ser imparcial, objetivo, justo. ¿Es posible hacer eso? ¿Es posible no anteponer los intereses personales —la singularidad— cada vez que uno da opinión sobre las cosas? Creo que la respuesta de Nagel es "no", aunque haya escrito trescientas hojas tratando de mostrar lo contrario. Y si los filósofos que han reflexionado acerca de la objetividad misma, como Hilary Putnam, Bernard Williams, Richard Rorty o el mismo Nagel tienen serias dudas de su posibilidad, ¿cómo podríamos aceptar las estadísticas como base de conocimiento? Son sólo un relato más, un instrumento, que en manos de personas honradas, razonables y —hasta donde es posible serlo— desinteresadas, podría servir para ampliar nuestro saber y mejorar muchos aspectos de la vida ordinaria. Ahora bien: ¿donde se han metido esas personas?


Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 19 de jullio de 2010.

lunes, 12 de julio de 2010

LA CINTURA MÁS BREVE


Una noche de viento amargo y lluvia copiosa me encontraba dormido en la habitación de un hotel. Los hoteles son los únicos dormitorios en los que suelo descansar y en donde mis recurrentes pesadillas se desvanecen. Lo contrario es lo cotidiano: el insomnio que produce el miedo a que los perros armados entren a tu casa y asesinen lo que más quieres (en esta ciudad la libertad de los ladrones es envidiable). En el hotel nada es mío y los fantasmas que rondan entre sus paredes me resultan ajenos. Ninguno de ellos tiene un rostro conocido. En la madrugada, a punto casi de amanecer, me di cuenta de que había dejado encendido el televisor. En la pantalla una mujer se daba a la tarea de convencer a su auditorio nocturno que con el auxilio de un aparato podríamos hacer ejercicio de manera divertida, breve y sin sufrimiento. Estuve durante horas absorto escuchando ese cúmulo de tonterías como si de pronto hubiera sido aquejado de una severa parálisis.

Hace tres años estuve en Frankfurt por razones de poco peso e interés y fui hospedado en el piso treinta de un hotel para ejecutivos u hombres de negocios. La primera noche los fantasmas de estos hombres solos que durante las noches miran televisión, hacen una llamada a su esposa y orinan concentrada su vista en el retrete blanco, no me permitieron un sueño sosegado. Sus pasos nocturnos, nerviosos, señal de un miedo que no aciertan a comprender andaban sobre mi esternón como en un pasillo sin salida. Un poco de ejercicio divertido y sin sufrimiento habría hecho bien a esas almas atorrantes e infelices que ni siquiera podrían escapar por la ventana pues a esas alturas del edificio las ventanas se clausuran y las nubes siguen su camino hacia la nada. No soporté la estancia en esa habitación y al día siguiente renté otra en un hotel barato cercano a la estación de trenes. Cuando entré a la recepción una prostituta se rió de mi aspecto sombrío y con su dedo barnizado me señaló la etiqueta de mi camisa. "Se ha puesto usted la camisa al revés."

"La vida es breve y el arte largo" es una aforismo de Hipócrates. Como todos los aforismos este tampoco quiere decir nada y sólo es una llamada a continuar la creencia de que entendemos el sentido oculto de las cosas. Un discurso breve o una novela corta hacen que las bodas o la literatura sean menos desquiciantes. Una visita breve y amable vuelve sabios a nuestros huéspedes. La brevedad es sin embargo relativa y parece imposible asumirla como un valor absoluto. Cada uno de nosotros es la medida del tiempo y el reloj que usamos para ello carece de números. En estos días me he dedicado por completo a la lectura de los cuentos reunidos de Saul Bellow y he descubierto de qué manera cierto sufrimiento a la hora de la lectura es necesario si uno quiere abrir la ventana de todos los pisos treinta del mundo y liberarse. Bellow apreciaba la brevedad, aunque en sus relatos casi nunca la practicó. Él escribió: "Los hombres que preferían a las mujeres gruesas (¡cuanto tiempo hace de eso!), solían decir que nunca puede haber demasiado de algo que es bueno." Sufrir, caminar mucho, dormir en una cueva, romperse los ligamentos, sanar bajo el portal de un bar clausurado, así se leen los relatos de este gran escritor. Y cuando al fin decide poner punto final a sus cuentos es que ya no se puede seguir adelante, ni tampoco retroceder. Entonces se hace evidente que el arte permanece, aunque la vida sea breve, como sentenciaba Hipócrates.

A mi padre le gustaban las mujeres generosas en carnes, aunque en su tiempo admiraba a una encueratriz a quien apodaban "La cintura más breve." Habría sido un buen lector de Bellow. Yo apenas lo comienzo a ser y a descubrir que el ejercicio no puede ser divertido o breve porque algo así lleva a la depresión y a la tristeza profunda. Y no requiero probarlo, sólo hace falta encender el televisor.


Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 12 de jullio de 2010.

lunes, 5 de julio de 2010

ESO NO ES VIDA


Las personas más interesantes se esconden. ¿Será una regla? Interesantes, ¿para quién? Respondo: en todos los casos y para todos los quienes. Los palurdos, anodinos e insípidos, por el contrario, acostumbran no esconderse. Dan la cara en cuanto se abre una ventana. ¿Será otra regla? No, es una ley tan necia como la ley de la gravedad. Los seres más atractivos se entierran como topos, hay que husmear y sacarlos de su madriguera. Esto en caso de que sepamos dónde están, lo cual no es tan sencillo. Una mesera que va menuda entre las mesas de un restaurante en la plaza Lubeiskiej, en Varsovia. Ella es la única mujer con quien sería dichoso un joven escritor que vive en la calle 26-A, cerca de la librería Luvina, en Bogotá. ¿Pero quién va a presentarlos? Nadie, no existe alguien capaz de presentarlos porque ni siquiera tienen un amigo en común. Esto es una desgracia por donde se le mire.

Es un estigma: estar ausente cuando más se requiere de la presencia. ¿De cuántos artistas, libros, obra se pierde uno cada semana que transcurre? Respondo: se pierde uno absolutamente de todos. Personas que van entre las mesas, o no están en los medios masivos o se esconden por instinto. Se llama calamidad. Buscar en Varsovia a las mujeres que convienen ¿es imprudente? No, de ningún modo, en cambio se les busca en el barrio o dentro de la misma casa. En último término la pereza es un arte que cuesta doblones de oro. ¿Se sabe si existen aún los doblones de oro? Yo he vuelto a leer a Witold Gombrowicz después de que han caído al suelo dos décadas más (lo leí por primera vez el seis de julio del ochenta y nueve). Son dos conferencias dictadas por ese escritor proveniente de la garganta de un perro y publicadas en Tumbona Ediciones dentro de una colección de nombre Versus. En esta colección han aparecido también los breves libros de Rafael Lemus: Contra la vida activa; de Heriberto Yepez: Contra la tele-visión; además de un argumento contra la homofobia, escrito hace dos siglos por Jeremy Bentham. Y más.

"El estilo no es otra cosa sino una actitud espiritual frente al mundo", ha dicho Gombrowicz. ¿Quién ha puesto en cara una definición tan sencilla? Varios habrían tardado cuarenta y siete páginas plenas de metáforas para bosquejar una definición que dejara un poco más claro que el estilo, como la economía, no es cálculo y teoremas, sino sentido del humor. Sentido del humor quiere decir pasión que toma dirección, pasión orientada hacia el este. Y en la misma conferencia —la cual, por cierto, versa contra los poetas—, Gombrowicz ha dicho algo que pasmaría a más de tres: "A veces me gustaría mandar a todos los escritores del mundo al extranjero, fuera de su propio idioma y fuera de todo ornamento y filigranas verbales, para comprobar qué quedará de ellos entonces." Yo comprendo esto de dos maneras.

La primera es que el joven escritor quien vive en la calle 26-A en el barrio de la Macarena, Bogotá, debería ahorrar dinero, tomar un avión e ir a buscar a su hermosa polaca a Varsovia. Ella sabrá esperar. La segunda interpretación de lo que ha expresado el autor de Pornografía, es la siguiente: el artista tendría que expulsarse del barrio de sí mismo para saber si fuera del vientre, de la esfera íntima, encuentra a una mesera menuda que cambie la orientación de su vida. Es una prueba. Y sí uno sale a la calle en busca de esos artistas, editores, escritores, librerías que se esconden —o que son sepultados por la agobiante vocinglería de los medios— habrá dado el paso hacia la anulación del ser testarudo e intensamente mediocre que se anida en el alma. ¿Se puede vivir sin leer a Cervantes? Sí, pero eso no es vida. Y si además de lidiar con Cervantes se va en busca de la bella joven eslava que se esconde sirviendo mesas, entonces casi todo habrá valido la pena.



Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 5 de julio de 2010.

miércoles, 30 de junio de 2010

DOS PANTUFLAS


"Había dado apellido a sus dos pantuflas", escribió un hombre experto en líneas satíricas. Y me entristecí cuando me imaginé a un hombre que en el colmo de su soledad ponía nombre a sus pantuflas como si se tratara de dos viejas y cansadas amigas a quienes no les quedaba más remedio que acompañarlo en su vida solitaria.

"Aquel hombre tenía tanta inteligencia que no servía para casi nada en el mundo", escribió el mismo hombre experto en líneas satíricas y comprendí tan a fondo sus palabras porque, aunque parezca extraño, he conocido a personas que debido a su inteligencia no sirven para nada en el mundo. Son como esas medusas marinas a las que nadie encuentra utilidad ni sentido, pero que ocupan un raro sitio en nuestra imaginación. Y he recordado también a una persona que una tarde me confesó no tener ningún problema a la hora de traducir al español a los más difíciles autores alemanes, pero que no podría ni remotamente sostener una charla casual con una mesera berlinesa. Esta persona podía traducir a Goethe, pero no sabía como ordenar las palabras para sobrevivir. Y yo lo comprendí.

"No es la fuerza del espíritu, sino la del viento la que ha llevado a esa persona donde está." Es esta una línea que ha escrito también nuestro hombre experto en aforismos y es verdad que su frase ha trazado de un modo tan sencillo el bosquejo de mi propia vida. Se puede confiar en el espíritu, pero se corre el riesgo de que este espíritu lo deje a uno plantado. Con todo, parece menos riesgoso confiar en el viento pues tarde o temprano moverá las cosas con o sin nuestro consentimiento. Si uno lo piensa bien casi todo lo que hacemos o somos se debe más al viento — el azar— que a la fuerza del espíritu. En esto coincido totalmente con nuestro hombre experto.

"Se maravillaba de ver que los gatos tenían la piel atravesada por dos agujeros, precisamente en el lugar de los ojos." Escribió estas líneas nuestro hombre experto en aforismos y de inmediato me hizo recordar que yo tuve dos gatas que sí tenían ojos y que me miraban una con ternura, la otra con temor. Yo las quería lo mismo, pero una de ellas me temía porque alguna vez cuando ésta era todavía un cachorro le di un puntapié. Hubiera querido yo que en vez de ojos mi gata hubiera tenido dos agujeros negros para que no me mirara de esa manera. Quiero terminar ahora revelando el nombre de nuestro escritor experto quien vivió en el siglo dieciocho y que fue sumamente admirado por unos cuantos hombres. Se apellidaba Lichtenberg y si tuvo alguna vez pantuflas entonces éstas debieron llevar cada una alguno de sus nombres de pila: Georg y Christoph.

Revista DÍA SIETE, junio de 2010.

lunes, 28 de junio de 2010

SUICIDIO


La primera vez que quise suicidarme fue a los ocho años. Es verdad. Amagué a mis hermanos con lanzarme desde la ventana de un tercer piso. Y aunque a esa edad los huesos son elásticos, creo que mi humanidad habría cambiado de apariencia. Estoy seguro de que habría sobrevivido, pero no sé en qué condiciones. Acaso sería un tullido interesante. Ante la perspectiva de mi suicidio, mis hermanos menores lloraban y me suplicaban que no me arrojara al vacío. Ahora se habrán arrepentido, pero entonces sus lágrimas me parecieron tan convincentes que dejé para el futuro asunto tan importante. Yo no sé por qué un niño de ocho años toma la decisión de suicidarse, ni creo que sus razones logren convencer a un adulto, pero el impulso de estrellarme contra la banqueta era genuino.

Mis padres reñían, las niñas de mi edad me consideraban un mal partido, el hermano de mi madre gemía porque su mujer lo engañaba, mi perro era paralítico, los vecinos me parecían odiosos, mi maestra de tercero era tan bella que yo no hacía mas que pensar en ella a todas horas, mis amigos eran tan pobres y estúpidos, mi casa tan pequeña, el director de mi escuela me presionaba para representar a la institución en un concurso de oratoria, mi abuela cambiaba de amantes cada semana, no sé cuál de todas estas razones habrá sido entonces la causante de mi intento suicida, pero lo único cierto es que ese niño tenía medio cuerpo más allá de la ventana y si sus hermanos no hubieran berreado al unísono se habría tirado de cabeza contra la acera. Mal comenzaba mi paso por esta vida.

Durante mi adolescencia intenté suicidarme en un par de ocasiones, pero a diferencia de aquella primera vez no tuve la convicción necesaria para hacerlo. Lo que me animaba a dejar el escenario a tan temprana edad era el hecho inestimable de que un suicida acapara la atención de quienes lo aman. Eso es invaluable para un ser tímido, aprehensivo y que no se acostumbra al inconveniente de haber nacido. Para mi desgracia, la pobreza económica de mis padres les impidió darme la atención que yo merecía y estoy cierto de que un hijo menos les habría solucionado problemas de espacio y alimento. Un niño de trece años come tanto como una manada de hienas. Mis padres no tenían dinero para enviarme a un psicólogo, ni ánimos para remediar mis tribulaciones. Cómo me arrepiento de haberles dado esas preocupaciones absurdas. Es verdad manida pero certera que sólo los ricos tienen derecho a suicidarse.

A los diecinueve años leí a Camus, a Sartre y mi libro de cabecera fue La metamorfosis. Entonces supe que jamás me cortaría las venas. El mundo mismo era tan detestable que un suicidio no habría sido una renuncia y sí una verdadera afirmación de la vida. Mi novia en esa época tenía quince años y era hermosa como un níspero que da sus primeros frutos dorados. Vivimos varios años de buen amor hasta que un día le prometí que si me abandonaba por otro me ahorcaría en el parque que estaba frente a su casa. Debí callarme. Una semana después de mi amenaza decidió romper conmigo y yo no tuve la entereza ni el valor para transitar al mundo de las sombras. Ser inclinadas al drama no hace a las personas más humanas ni más sabias. Al contrario, es entonces cuando más nos parecemos a los pájaros que alborotan desde los árboles, o a los perros que mean donde les viene en gana.

"La mujer que no llora es como la fuente que no mana, que para nada sirve, o como el ave del cielo que no canta", escribió Camilo José Cela a quien admiré incluso cuando vivía. Lo cual no es poca cosa. Pero el hombre que llora no es como Aquiles, ni sus lágrimas lo volverán más honrado. El hombre que llora es como una letrina, como un retrete a donde llegan las peores secreciones. A esta conclusión llegué a los treinta años y desde entonces desprecié para siempre mi intención de suicidarme. Y una última frase, de Pessoa por cierto: "Circunscribo a mí la tragedia que es mía. La sufro, pero la sufro de frente, sin metafísica ni sociología. Me confieso vencido por la vida, pero no me confieso abatido por ella."

Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 28 de junio de 2010.