miércoles, 30 de junio de 2010

DOS PANTUFLAS


"Había dado apellido a sus dos pantuflas", escribió un hombre experto en líneas satíricas. Y me entristecí cuando me imaginé a un hombre que en el colmo de su soledad ponía nombre a sus pantuflas como si se tratara de dos viejas y cansadas amigas a quienes no les quedaba más remedio que acompañarlo en su vida solitaria.

"Aquel hombre tenía tanta inteligencia que no servía para casi nada en el mundo", escribió el mismo hombre experto en líneas satíricas y comprendí tan a fondo sus palabras porque, aunque parezca extraño, he conocido a personas que debido a su inteligencia no sirven para nada en el mundo. Son como esas medusas marinas a las que nadie encuentra utilidad ni sentido, pero que ocupan un raro sitio en nuestra imaginación. Y he recordado también a una persona que una tarde me confesó no tener ningún problema a la hora de traducir al español a los más difíciles autores alemanes, pero que no podría ni remotamente sostener una charla casual con una mesera berlinesa. Esta persona podía traducir a Goethe, pero no sabía como ordenar las palabras para sobrevivir. Y yo lo comprendí.

"No es la fuerza del espíritu, sino la del viento la que ha llevado a esa persona donde está." Es esta una línea que ha escrito también nuestro hombre experto en aforismos y es verdad que su frase ha trazado de un modo tan sencillo el bosquejo de mi propia vida. Se puede confiar en el espíritu, pero se corre el riesgo de que este espíritu lo deje a uno plantado. Con todo, parece menos riesgoso confiar en el viento pues tarde o temprano moverá las cosas con o sin nuestro consentimiento. Si uno lo piensa bien casi todo lo que hacemos o somos se debe más al viento — el azar— que a la fuerza del espíritu. En esto coincido totalmente con nuestro hombre experto.

"Se maravillaba de ver que los gatos tenían la piel atravesada por dos agujeros, precisamente en el lugar de los ojos." Escribió estas líneas nuestro hombre experto en aforismos y de inmediato me hizo recordar que yo tuve dos gatas que sí tenían ojos y que me miraban una con ternura, la otra con temor. Yo las quería lo mismo, pero una de ellas me temía porque alguna vez cuando ésta era todavía un cachorro le di un puntapié. Hubiera querido yo que en vez de ojos mi gata hubiera tenido dos agujeros negros para que no me mirara de esa manera. Quiero terminar ahora revelando el nombre de nuestro escritor experto quien vivió en el siglo dieciocho y que fue sumamente admirado por unos cuantos hombres. Se apellidaba Lichtenberg y si tuvo alguna vez pantuflas entonces éstas debieron llevar cada una alguno de sus nombres de pila: Georg y Christoph.

Revista DÍA SIETE, junio de 2010.

lunes, 28 de junio de 2010

SUICIDIO


La primera vez que quise suicidarme fue a los ocho años. Es verdad. Amagué a mis hermanos con lanzarme desde la ventana de un tercer piso. Y aunque a esa edad los huesos son elásticos, creo que mi humanidad habría cambiado de apariencia. Estoy seguro de que habría sobrevivido, pero no sé en qué condiciones. Acaso sería un tullido interesante. Ante la perspectiva de mi suicidio, mis hermanos menores lloraban y me suplicaban que no me arrojara al vacío. Ahora se habrán arrepentido, pero entonces sus lágrimas me parecieron tan convincentes que dejé para el futuro asunto tan importante. Yo no sé por qué un niño de ocho años toma la decisión de suicidarse, ni creo que sus razones logren convencer a un adulto, pero el impulso de estrellarme contra la banqueta era genuino.

Mis padres reñían, las niñas de mi edad me consideraban un mal partido, el hermano de mi madre gemía porque su mujer lo engañaba, mi perro era paralítico, los vecinos me parecían odiosos, mi maestra de tercero era tan bella que yo no hacía mas que pensar en ella a todas horas, mis amigos eran tan pobres y estúpidos, mi casa tan pequeña, el director de mi escuela me presionaba para representar a la institución en un concurso de oratoria, mi abuela cambiaba de amantes cada semana, no sé cuál de todas estas razones habrá sido entonces la causante de mi intento suicida, pero lo único cierto es que ese niño tenía medio cuerpo más allá de la ventana y si sus hermanos no hubieran berreado al unísono se habría tirado de cabeza contra la acera. Mal comenzaba mi paso por esta vida.

Durante mi adolescencia intenté suicidarme en un par de ocasiones, pero a diferencia de aquella primera vez no tuve la convicción necesaria para hacerlo. Lo que me animaba a dejar el escenario a tan temprana edad era el hecho inestimable de que un suicida acapara la atención de quienes lo aman. Eso es invaluable para un ser tímido, aprehensivo y que no se acostumbra al inconveniente de haber nacido. Para mi desgracia, la pobreza económica de mis padres les impidió darme la atención que yo merecía y estoy cierto de que un hijo menos les habría solucionado problemas de espacio y alimento. Un niño de trece años come tanto como una manada de hienas. Mis padres no tenían dinero para enviarme a un psicólogo, ni ánimos para remediar mis tribulaciones. Cómo me arrepiento de haberles dado esas preocupaciones absurdas. Es verdad manida pero certera que sólo los ricos tienen derecho a suicidarse.

A los diecinueve años leí a Camus, a Sartre y mi libro de cabecera fue La metamorfosis. Entonces supe que jamás me cortaría las venas. El mundo mismo era tan detestable que un suicidio no habría sido una renuncia y sí una verdadera afirmación de la vida. Mi novia en esa época tenía quince años y era hermosa como un níspero que da sus primeros frutos dorados. Vivimos varios años de buen amor hasta que un día le prometí que si me abandonaba por otro me ahorcaría en el parque que estaba frente a su casa. Debí callarme. Una semana después de mi amenaza decidió romper conmigo y yo no tuve la entereza ni el valor para transitar al mundo de las sombras. Ser inclinadas al drama no hace a las personas más humanas ni más sabias. Al contrario, es entonces cuando más nos parecemos a los pájaros que alborotan desde los árboles, o a los perros que mean donde les viene en gana.

"La mujer que no llora es como la fuente que no mana, que para nada sirve, o como el ave del cielo que no canta", escribió Camilo José Cela a quien admiré incluso cuando vivía. Lo cual no es poca cosa. Pero el hombre que llora no es como Aquiles, ni sus lágrimas lo volverán más honrado. El hombre que llora es como una letrina, como un retrete a donde llegan las peores secreciones. A esta conclusión llegué a los treinta años y desde entonces desprecié para siempre mi intención de suicidarme. Y una última frase, de Pessoa por cierto: "Circunscribo a mí la tragedia que es mía. La sufro, pero la sufro de frente, sin metafísica ni sociología. Me confieso vencido por la vida, pero no me confieso abatido por ella."

Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 28 de junio de 2010.


lunes, 14 de junio de 2010

LA FIDELIDAD: UN INVENTO


Cuando por fin se presenta un tema del que uno quisiera escribir con paciencia o sabiduría la habitación se transforma, las palabras no caen como debieran y el fracaso nos devuelve de un sólo empujón hacia la nada. Isaiah Berlín dijo que los problemas con los que ha lidiado la filosofía desde siempre son interesantes por sí mismos. No requieren de una función precisa ni de ofrecernos frutos evidentes. Esa aparente inutilidad de las palabras cuando intentan resolver -o por lo menos situar- problemas del pensamiento comunes a buena parte de los seres humanos, se transforma en vida real justo porque la filosofía da la impresión de no servir para nada. ¿De qué se ocupa la mente? Resolver la comida cotidiana, la casa, la convivencia con los demás, son asuntos importantes y a ellos se dedica uno en gran medida. ¿Y después?

Cuando leí El innombrable de Samuel Beckett hace ya tantos años tuve la impresión de que esa voz amargada e incisiva que corroe el libro intentaba decirme algo que yo jamás comprendería. No se consumen tantas páginas sin esperar de ellas por lo menos una fugaz enseñanza. Y no obstante la sensación de azoro que me poseyó entonces, continué la lectura porque a esa voz me unía la misma resuelta desesperación que se hizo presente de nuevo en mi actual relectura del libro. En estas hojas las palabras marchan unas detrás de otras movidas por un impulso que carece de itinerario, palabras que no pueden detenerse porque si el silencio llega todo se habrá acabado. Esto es lo que encontré allí: temor al silencio. No el silencio de la tranquilidad o el símbolo de la correspondencia entre hombre, materia y tiempo, ni tampoco el silencio de quien se calla porque cree que las palabras son innecesarias para enfrentar las dudas vitales. Es el simple y jodido silencio de la muerte. Creo que eso es justo lo que advertí en el monólogo de este ser que pese a estar hecho de palabras se considera un innombrable, un ser que se va de las manos, que permanece y se aleja al mismo tiempo.

El problema de la identidad se encuentra en el centro de todo lo que hacemos y yo no podría sugerir respuestas ni aun escribiendo decenas de libros, que por lo demás ya existen. Es un dilema tan viejo como los griegos. Si afirmo que soy la misma persona de hace 27 años atrás, el mismo ser de quien conservo fotografías o ciertos recuerdos, no tengo manera alguna de probarlo (el yo es improbable). Existen muchas teorías al respecto, pero sirven de casi nada pues lo que uno necesita cuando tiene dudas de esta índole es cualquier cosa, menos teorías. Responder, por ejemplo, que somos un rebaño de proteínas que evolucionan es todo, menos una respuesta. No me reconozco en el que fui. No encuentro siquiera un cierto parecido con el que hace unos años tomó decisiones en mi nombre. Creo que nada permanece, acaso el mito sin raíces, el constante monólogo que describe Beckett en El innombrable, esa necesidad estúpida de seguir hablando porque de lo contrario el silencio llegará y pondrá punto final a todo.

En La posibilidad del altruismo (conjunto de ensayos acerca de Ètica), Thomas Nagel expone una encrucijada moral relacionada con la prudencia o las razones que tenemos para actuar de cierta manera suponiendo que en el futuro seremos las mismas personas que somos hoy (o que por lo menos continuaremos pensando de la misma manera que en la actualidad). Si siendo joven me pongo a ahorrar dinero haciendo a un lado un cúmulo de placeres propios de la irresponsabilidad, ¿cómo sé que una vez viejo no me arrepentiré de haber tomado esa decisión? Yo no creo que estos sean asuntos gratuitos porque de tales consideraciones dependen las políticas públicas, la conciencia ecológica, las promesas de amor eterno, las bodas y la mermelada de zarzamoras que guardaremos en el armario en caso de una catástrofe. Si dudo en ser uno mismo (un yo que permanece) en el pasado y en el futuro, entonces viene un cataclismo de identidad que hace imposible la idea de ser bueno por siempre. Creo que esta es razón suficiente para creer que la fidelidad -por ejemplo- no existe de ninguna manera y bajo ninguna circunstancia. Y como no existe se inventa. Tiene que inventarse. De otra manera viene el silencio, la muerte, el desamor, el petróleo en el mar. En fin.

Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 14 de junio de 2010.

lunes, 7 de junio de 2010

UNA LISTA DETESTABLE


Uno de los libros más malos que han llegado a mis manos últimamente lleva por título Me acuerdo, y es una lista de ocurrencias escritas por el artista Joe Brainard, un libro que quizás tuviera interés para el sicoanalista del autor, pero dudo mucho que tenga un valor más allá de eso, aunque Paul Auster se haya referido a él llamándolo "obra maestra." "Me acuerdo de los cinturones muy finos", "me acuerdo de los bolsos de cocodrilo", y frases similares rebosantes de vacío llenan estas páginas. En todo caso, me inclinaría por leer la lista de las ciento una cosas que más ama el cineasta John Waters, publicada en Crackpot (fue traducido como Majareta). Waters comienza su lista diciendo que ama recordar las pesadillas que ha tenido la noche anterior y saborearlas con placer durante el día entero hasta que llega la noche siguiente. La breve lista que haré a continuación es desordenada y dudo que cause interés. Lo hago porque de ese modo pondré un poco de orden en mis rencores. Un orden en el caos del rencor es cosa buena.
Escribo de manera automática conforme se me ocurren algunas cosas que me desagradan. Primero están las parejas que muestran su amor en todo momento y no pierden oportunidad para prodigarse camelos ante los demás (su fracaso amoroso será inevitable). Y luego están las mujeres que van por la calle con un hermoso perro y en cierto momento deben recoger la mierda del can con un guante de plástico, yo no sé qué pensar. Opino mal de los padres que piensan que sus hijos pequeños son simpáticos. Los dejan correr por los restaurantes como si eso nos infundiera alegría a todos: yo siempre llevo una dotación de tachuelas por si los niños se acercan demasiado. Me irritan las personas que se aprenden datos de memoria y los arrojan en la mesa con semblante docto: son una monserga. Las mujeres de tus amigos que aguardan a que sus hombres estén borrachos para coquetearte son tan nocivas como la rabia. La misma impresión me despiertan los borrachos necios quienes con los ojos inyectados de sangre te declaran su admiración o su simpatía.
Excepción hecha de uno que otro erudito, me irrita que alguien diga que ha leído a los clásicos. Los políticos que citan a escritores me repugnan (cierta vez un diputado me recomendó leer a Suetonio y para corresponderle le aconsejé leer la constitución mexicana). ¿Y las mujeres que cuentan chistes o dicen majaderías sólo cuando se hallan con otras mujeres? ¡Qué plaga! Los abstemios que piensan que no beber los hace personas virtuosas son intratables. Y quienes se emocionan cuando ven o conocen a una persona famosa son en verdad ingenuos y desagradables. Yo he tenido la mala fortuna de conocer a personas que se creen inteligentes cuando sabemos que considerarse a uno mismo inteligente es el símbolo más honesto de la imbecilidad. Detesto a quienes hacen un comentario y dan por sentado que estamos de acuerdo con él. Los vegetarianos que no saben cómo curarse la cruda y sueñan con albóndigas son seres, por lo menos, extraños. A los que te cobran puntualmente la renta (lo hacen hasta en domingo) se los chupará pronto el diablo. Todos los que bailan y se mueven realizando una representación del coito me hacen bostezar tanto que me despiertan el vómito: es verdad, los hombres duros no bailan. El joven futbolista en su carro deportivo es un lugar tan común como las caries. Los manteles rojos me recuerdan la sangre derramada en el ruedo. Abomino a los perros Rottweiler: sus dueños regularmente poseen el mismo semblante timorato y amenazante. Si algo me despierta una seria animadversión son esos automovilistas que hacen sonar el claxon por cualquier motivo. Detesto que las mujeres no puedan usar minifalda en la calle porque un ejército de patanes las amedrenta y acosa en todo momento. En fin, como se verá, mi amargura se extiende como una nube negra sobre mi vida. Termino citando a un escritor polaco, Jerzy Pilch, que dice que a los verdaderos borrachos les da vergüenza beber, pero les da más vergüenza no beber. A mí me ha sucedido lo mismo al hacer esta clase de lista, me embarga cierta incómoda vergüenza (y no tengo sicoanalista), pero me ha sido imprescindible para limpiar un poco el oscuro cuarto de las fobias y los rencores.

Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 07 de junio de 2010