lunes, 22 de noviembre de 2010

UN ANTI LÍDER



Hace una semana me hicieron varias entrevistas a las que respondí de manera escrita. Las razones por las que me entrevistan son oscuras pues en palabras más o menos claras soy una especie de cero a la izquierda y mis opiniones acerca de cualquier tema se evaporan unos minutos después de ser expresadas. No soy un líder de opinión. Esto me proporciona cierto bienestar moral y una libertad envidiable de tal modo que puedo decir absolutamente todo lo me viene en gana. Si el entrevistador posee la libertad de preguntar lo que desea, entonces yo haré lo mismo sólo que por escrito. Con el pasar del tiempo la propia voz se torna odiosa y peor aún las muletillas o los gestos que acompañan a las palabras. A siete entrevistas respondí con cierta curiosidad y premura. De todas ellas he rescatado ciertos párrafos para engarzarlos a modo de artículo. Es una forma de pelear contra el olvido pues mi experiencia me dice que en este género nada permanece, excepto el gesto.

Me gustaría creer que casi todas las personas somos insignificantes, una equivocación, una pasajera enfermedad de la naturaleza que ni siquiera dejará huellas permanentes. Por ello en mis novelas elijo personajes que viven su aparente mediocridad como un destino. Son cercanas a las almas muertas de Gogol: seres que no están pese a que su nombre aparece en infinidad de documentos. Un ejemplo: cualquier persona de pobres recursos en México se ve condenada a vivir como si fuera un alma muerta, sin buena educación, sin justicia ni seguridad económica. La realidad que describen los periódicos y la ficción de que se valen las novelas son parte de un movimiento que comienza con la experiencia y la sensibilidad: la ficción como una realidad sin centro de gravedad, y la realidad como un sueño que no termina de fluir. Sin embargo, la crueldad de la realidad cotidiana supera por mucho cualquier violencia expresada en la novela, el arte es desterrado a un polo inhabitable y su sentido vital se disuelve. La violencia de la realidad vuelve, en apariencia, innecesario el arte. A veces trato de convencerme, en un acto de ingenuo escapismo, que esta época no me pertenece y que sólo soy testigo de la testarudez humana y de su consecuente desgracia: un testigo que escribe y sólo se involucra desde la literatura. Presumo tener una butaca inmejorable para presenciar este horrendo baile de los desequilibrios. No obstante, por más que procure ser sólo un espectador, la violencia devendrá una metástasis que terminará mordiendo hasta el más pequeño de mis huesos.

A mí me agradan los jóvenes que nacieron viejos. Yo era un poco así. De modo que sólo estoy llegando al mismo lugar donde comencé. Mis golpes son más lentos, pero mantienen su antigua dirección. Uno es el mismo porque cambia y pese a esos cambios permanece. Cada vez que decepciono a alguien respiro aliviado: ¡un peso que me quito de encima! Me he dicho después de que un joven me recrimina por haberme convertido en un viejo. La sangre y la mugre no se van nunca hasta que desapareces y te conviertes en nada. Me alegra no parecer el mismo, así mis acreedores no vendrán a cobrarme las cuentas. Hoy en día ninguna política tiene sentido si no contempla en sus especulaciones la ecología y la construcción de estructuras sociales sólidas capaces de recibir a quienes aún no han nacido. Parece necesaria una política de la desesperación, una metapolítica como la llama el filósofo Peter Sloterdijk. La televisión es el medio educador de los jóvenes más desprotegidos y con sus programaciones deleznables, mutiladoras del lenguaje y la reflexión cooperan tanto a la catástrofe como los mismos criminales. Los analistas o comentaristas políticos viven de la sobre explicación de los males (estamos un poco hartos de tanta habladuría sin sustancia: estamos sobre explicados). La ética de los comerciantes ha suplantado a la ética humanista que debía fundar idealmente a las sociedades democráticas. El poder económico lleva las riendas por encima de un poder político que le rinde pleitesía. Me sigo haciendo la misma pregunta que se hiciera Karl Popper, ¿cómo acabar con los malos gobernantes y criminales sin exponernos a una guerra civil o a una tragedia sangrienta? De eso se trata, ¿cómo lograrlo? Todas estas elucubraciones tratan de cuestiones prácticas, pero desde mi vida personal doy todo por perdido y prefiero sobrevivir sin detenerme en las "grandes ideas." Si los grandes negocios siempre terminan en asesinato, las grandes ideas no van de ningún modo a la zaga.

Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 22 de noviembre de 2010.

viernes, 19 de noviembre de 2010

EL SUEÑO DE LOS PATOS



"No se puede amar u odiar una cosa, sino hasta después de haberla comprendido", dicen unas líneas de El libro del desasosiego, de Fernando Pessoa. Desde hace muchos años leo diariamente una o dos hojas de este libro. A veces me ausento porque nada de lo que he hecho en mi vida es constante, pero en lo posible cumplo con este ritual que más que ser un ritual es necesidad o vicio. El libro del desasosiego es el único I Ching que he encontrado a lo largo de tres décadas de constantes lecturas: el Corán o la Biblia de un infiel. Yo odio porque creo comprender y ese odio es una experiencia física que contamina todas mis células; no sé si es común que el odio vaya, como es mi caso, unido a un asco que suele concentrarse al mismo tiempo en el estómago y en una estrella remota que ni siquiera logra distinguirse en el firmamento. El asco y el odio no son verdaderos si a la vez que te roen los huesos no se encuentran también en un plano lejano.

Yo he odiado a un selecto puñado de personas, pero sobre todo me repelen las situaciones que provocan, es decir, la consecuencia de los actos que esos cuerpos con vida llevan a cabo. Los animales me son extraños y no comprendo exactamente qué hacemos nosotros, los humanos, compartiendo un mundo con ellos. Me imagino que ésta es la prueba de que el azar es un dios que se divierte como nadie más en el universo. Escucho su risa cada vez que descubro a un perro subir las escaleras de un puente peatonal, o miro en el cine a un caballo azotado por su jinete correr detrás de unos bandidos. Siempre he asociado los caballos con la justicia y por tanto me continúan pareciendo animales mitológicos. He asumido que tanto la justicia como los caballos no existen y es hasta entonces que he comprendido la sorpresa de los aztecas cuando vieron por primera vez a esos españoles rubios y armados montando a sus corceles y pensaron que jinete y caballo formaban una misma entidad. Yo, toda vez que me encuentro con un caballo sin jinete encima creo que lo han partido por la mitad. Como los animales me son extraños no les guardo ningún rencor especial y procuro no acercarme y mucho menos tocarlos. Finjo que no existen, me hago a la idea de que son una entelequia y continúo mi camino.

Si los animales encarnan en una realidad aparte, no así las mascotas pues éstas devienen en animales humanos que por misteriosas razones han aprendido a convivir con las personas. Yo creo que las peores mascotas son las que aman a sus dueños a pesar de que estos sean criminales. Es una mansedumbre y un amor que se antojan por lo menos detestables. Cuando, paseando por el Parque México, en la colonia Condesa, me he encontrado de frente con otro paseante que se hace acompañar de su mascota, evito mirar al perro y me concentro en las pupilas del dueño. Sólo de esa manera me entero si corro peligro y será necesario retroceder o torcer el camino. En la mirada del amo se revela el humor de la mascota. Ambos se han unido vía una sustancia espiritual que recorre las cosas vivas. Durante la última década proliferaron en mi país unas bestias negras de cabeza en forma de calabaza que se abre a la mitad por un enorme hocico babeante. Son los Rottweiler y han poblado las calles de mi ciudad haciendo aún menos amable el paisaje y los paseos urbanos ahora reducidos a correrías apresuradas que no duran más de unos minutos. Lo que hace abominables a estos perros son sus amos que resuman arrogancia, orgullo y una debilidad que si tomara el escenario terminaría de muy mala manera. Los Rottweiler pertenecen a una raza que no tienen clara su orientación sexual y suelen confundir a los machos con las hembras. No sé si esto sea cierto, pero cuando en la entrada de un comercio encuentro a un policía acompañado por uno de estos perros vigilantes acostumbro compartirles mi información.

Si se odia lo que se comprende, entonces yo no puedo odiar a los animales y mi relación con ellos se expresa en un continuo mantenerme aparte. Ahora, cuando escribo estas líneas me doy cuenta de que me encuentro más cerca de las piedras que de los seres vivos. Las piedras no me son ajenas e incluso podría decir que las comprendo: comprender a las piedras, ésa si que es una nueva noticia, un descubrimiento del que me ufanaré en los años venideros. Y si las mascotas me son desagradables es por lo que tienen de humano y porque contra el misterio de su origen han asumido una humanidad para sobrevivir. Son las mascotas los seres humanistas por antonomasia, encarnan sin accidente el ideal de Pico de la Mirandola y de los pensadores franceses de la Ilustración. Las mascotas amorosas o sumisas aniquilan de manera inconsciente lo que más tienen de enigmático. Mi abuela tenía un loro que repetía los nombres de cada uno de los nietos como si fuera un maestro de escuela pasando lista a sus alumnos. A las seis de la mañana, cuando su dueña corría la funda que cubría la jaula en forma de mezquita, el loro comenzaba a corear nuestros nombres. Nunca nos pareció gracioso el alarde verbal de este pajarraco, aunque el verde de sus alas inmóviles nunca ha podido escapar de mi memoria. A media mañana, una vez liberada, el ave se paseaba en la mesa o en el respaldo de los sillones, pero nunca cerca de las ventanas. En ese entonces todavía nos preguntábamos por qué prefería la televisión a la copa de esa higuera que se alzaba frondosa en el jardín de la casa vecina.

En sus paseos por los alrededores de Appenzel, en Suiza, a mediados de los años cuarenta, el escritor Robert Walser la hace notar a su compañero de marcha que los perros que salen a su paso se han tornado más reservados: "¿No se ha dado cuenta de que los perros se han vuelto mucho más silenciosos que antes, como si la electricidad, el teléfono, la radio y demás artilugios les hubieran quitado la voz?" El recuerdo de esta observación me lleva a pensar que finalmente las mascotas han perdido la voz porque son sus amos los que hablan en su nombre. Es el mío un comentario tan obvio que no debería haberse escrito y, sin embargo, ¿cuántas personas ponen en boca de sus animales palabras de más? Los convierten en entidades morales parlantes o en voceros de su intimidad y de sus pasiones. ¿Qué puedo tener yo en contra de eso? Nada en verdad, lo que sucede es que mi idea de la libertad pertenece a una noción fantástica del mundo. Por eso vuelve a aparecer la imagen de un joven caimán de apenas un metro de largo paralizado en el fondo de la estrecha pileta que aún está de pie en casa de mis padres. El caimán miraba sin mirar y su piel escamosa hipnotizaba mis pupilas que nunca antes habían tenido tan cerca a un animal prehistórico. Mi padre había traído al lagarto de la selva chiapaneca con el fin de obsequiarlo a un político que gustaba de coleccionar bestias extrañas en su casona de mármol. Y mientras llegaba a su destino, el animal permaneció una semana en la pileta de nuestra casa. Mis hermanos –por entonces aún no cumplían los diez años– invitaban a sus amigos a mirar a cierta distancia a esa piedra inmóvil que esporádicamente se sacudía como presa de un doloroso estertor. Acaso la prueba de que este animal jamás podría tener el aura de una mascota es que mis hermanos, tan dados a bautizar hasta a las moscas, no encontraron nombre para el ser dentado que tuvo la mala suerte de encontrarse un día frente a frente con mi padre.

En una breve novela de John Fante, el personaje más destacado y padre de una familia de holgazanes, exclama cuando descubre a su hija dormida rodear con sus brazos a su mascota: "Me gusta que los jóvenes duerman con perros. Es lo más cerca de Dios que estarán en su vida." Vuelvo a las páginas donde se encuentra el pasaje citado y me doy cuenta de que muchos años atrás cuando leí esta novela hice una anotación al margen de la hoja que dice: "Dios es un perro, no una mascota." Y temo confesar que no sé qué motivos tuve para escribír sentencia tan categórica cuando los dioses nunca han sido objeto de mi atención. Odiar a Dios es un desperdicio si podemos concentrarnos en seres menos nebulosos y más viles. Debo concluir estos pasajes deshilvanados contando que un día prometí que si ganaba un premio literario donaría el dinero a los patos que habitan el estanque del Parque México. Lo hice porque hace unos años me desperté con la noticia de que varios perros, aprovechando la calma nocturna de una madrugada que apenas comenzaba a nacer, se introdujeron al estanque y asesinaron a veinte patos que soñaban con patos que a su vez soñaban con más patos. Los perros aprovecharon que se hacían labores de remodelación en el parque y el agua apenas si alcanzaba a humedecer el fondo del estanque. Unos días antes de crimen tan aterrador estuve a punto de ganar, como me lo hizo saber Enrique Vila-Matas, el premio Rómulo Gallegos que si mal no recuerdo ofrecía casi un millón de pesos mexicanos, cantidad suficiente para dejar de escribir durante un buen número de años. El premio se lo adjudicó a Fernando Vallejo de quien supe después, aunque no lo comprobé, había donado el dinero a una asociación esmerada en la protección de canes desamparados. Pues bien, en una especie de desagravio tardío prometí que si alguna vez se me otorgaba un premio de tan altos vuelos, los anodinos patos del Parque México recibirían de mis manos un cheque espléndido el cual funcionará para amentar su seguridad mientras duermen. Y vamos si no cumpliré mi promesa.

Revista SOHO (Colombia), Edición 127, 19 de noviembre de 2010.

lunes, 15 de noviembre de 2010

LOS FALSOS PLACERES



En Cool memories, Jean Baudrillard exalta, como pienso tendrían que hacerlo muchos hombres, el hecho de que una mujer simule un orgasmo. En realidad nadie sabe qué cosa es un orgasmo excepto quien lo siente, o también los científicos que van de un lado a otro con su cinta métrica midiéndolo todo sin ningún pudor. Pero lo que hace Baudrillard es alentador porque destaca la actuación femenina en el teatro de la cama. ¿Quién reconoce a ese grado el esfuerzo histriónico de tantas mujeres anónimas? No sólo se entregan (la verdad es que ninguna mujer se entrega totalmente) a hombres torpes o anodinos, sino que además les ofrecen actuaciones espléndidas que suponen en ellas un talento nato. Simular el placer es un acto de cortesía casi tan generoso como donar órganos o quitarse el pan de la boca para ofrecérselo a un hambriento.

Por el contrario, tener un orgasmo real no guarda ninguna virtud ya que representa justamente lo esperado: es el resultado de una suma. No descubro ningún misterio en entrar a un restaurante, ordenar a la mesera una ensalada, esperar una ensalada y descubrir que al cabo de unos minutos aparece sobre mi mesa una ensalada. Lo extraordinario sería que en vez de ensalada apareciera de pronto una sopa de médula o un plato con insectos torturados. Entonces sí que la vida podría comenzar a ser interesante, un plato de insectos puede ser el principio de una dicha invaluable. Pienso que el placer no contiene en sí misterio o virtud, pero el simular placer, como toda buena actuación, linda con el arte, es decir con el estar sin estar. Todas las mujeres son artistas porque cuentan con el don de la desaparición, se escapan a voluntad y se vuelven núcleo, ensimismamiento, origen. No concibo un acto más sublime que el de estar sin estar pues, bien mirado, simular placer es lo más parecido a tenerlo.

Parece tan difícil encontrar el amor de tu vida cuando en realidad tienes muchas vidas, dice Baudrillard en sus breves memorias. Y este es nada menos que el lado contrario a la cara femenina de la moneda. No se puede tener un amor único porque dentro de cada uno de nosotros habitan varias personas con gustos o vidas diferentes e incluso opuestas. Simular que uno ha encontrado al amor de su vida es tan generoso, cortés e inteligente como simular un orgasmo ya que en ambos casos se actúa tratando de ofrecer un poco de verdad al otro. Y uno desaparece mientras ofrece ese poco de verdad, se concentra en sí mismo y se convierte en una especie de oquedad estelar. El constante escapismo que muestran estos actores (la que simula orgasmos y el enamorado fiel) en el drama humano es, en esencia, el semblante del vivir.

Yo sé que sonará a una tontería pero debemos tomar en cuenta que tener placer es en realidad y en última instancia no tenerlo. Vladimir Nabokov, en sus Habla memoria se pregunta como "combatir la absoluta degradación, el ridículo y el horror de haber llegado a tener una sensación y un pensamiento infinitos en el seno de una existencia finita." Nosotros, hombres de carne y hueso, bultos jadeantes que apenas viviremos unas cuantas décadas, ¿qué derecho tenemos a hablar del infinito? Y, sin embargo, lo hacemos y nos conmovemos cuando hablamos de asuntos como el amor eterno o el placer intemporal. Y las palabras del autor de Lolita me remiten en seguida a la idea del deseo que no puede ser colmado porque en su insatisfacción radica su poder. Por eso es inteligente una mujer que simula tener placer. Ella sabe que simular es la única manera de obtenerlo, de invocar el infinito desde un cuerpo finito. Ahora bien: ¿cómo saber que una mujer simula placer? Es muy sencillo: ¡debemos darlo por sentado! Hay que ser muy vanidoso para considerar que uno puede causar placer, hay que ser un imbécil. Ella simula porque es inteligente, y hay que aceptarlo como lo hace Baudrillard en Cool memories pensando, seguramente, en las italianas.


Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 15 de noviembre de 2010.