lunes, 24 de noviembre de 2014

VOZ SECUESTRADA


Es posible que nuestra costumbre de hablar en nombre de los demás sea un impedimento o un obstáculo para lograr una convivencia amable. A no ser que los demás nos hayan entregado o encargado su voz —algo que sólo puede realizarse de manera simbólica—, deberíamos pensar dos veces antes de cometer el acto arrogante de tomar de otros su voz para así expresar deseos u opiniones individuales. Sin embargo, el secuestro de la voz sucede muy a menudo: es una constante que desde mi punto de vista resulta perniciosa y fatal para los asuntos de la cosa pública. No tendría que esforzarme demasiado para mostrar por qué el voto es ahora sólo un eco, una reminiscencia lejana del verdadero acto de entregar la voz a alguien capaz de ofrecernos beneficios a cambio. Los partidos políticos o las dirigencias sindicales han acabado con nuestra confianza; aún más: nos han demostrado que carecemos de voz y que sus integrantes son, como el doctor Murke —en el relato de Heinrich Böll—, expertos coleccionistas de silencios.
     La pregunta que se hacía Karl Popper (filósofo no sólo ligado al racionalismo científico o a la idea de sociedad abierta) sobre ¿qué debemos hacer los seres comunes para deshacernos de los malos gobernantes?, se ha trocado en una pregunta que hace todavía algunas décadas nos habría parecido extravagante o fuera de lugar: ¿Cómo haremos los ciudadanos o personas comunes —los simples mortales— para deshacernos de los partidos políticos? Dicho de otro modo: ¿Qué tenemos que hacer para retirarles la palabra o parte de nuestra palabra? Sé que he llevado a un extremo, tal vez insoportable y exagerado, las conclusiones de mi incertidumbre, pero después de varias décadas vividas bajo la impericia política, la cauda de actos criminales y el aumento de las diferencias sociales y económicas, creo que la alternativa más seria a una situación semejante es buscar y cultivar formas de expresión y presión públicas capaces de devolver la voz y la tranquilidad a las personas honradas cuya existencia no representa un mal social ni un riesgo a la supervivencia o al orden ecológico.
     ¿Cómo fincar dicha alternativa? Ya sea creando nuevas comunidades políticas novedosas en las que se practique la crítica y el intercambio de opiniones; formando pequeños grupos coincidentes que, unidos a otros, tengan la oportunidad de presionar a las autoridades y señalarlas cuando no cumplan con sus obligaciones; tejiendo de nueva cuenta una red social con la ayuda de la tecnología y la indignación para influir en la rehabilitación de las instituciones; dando lugar incluso a redes y conexiones entre los integrantes de partidos u organizaciones políticas distintas que posean un verdadero interés en el bien común por encima de los intereses de su partido (no todo político es sinónimo de enemistad pública).
     Sabemos que las ideologías se han debilitado frente al enorme poder de un mercado voraz —Stiglitz, Giddens, Sartori, etc…— y que por lo regular las militancias derivan en odios y acciones que sólo sirven al interés personal de los oportunistas e involucrados. Escribí hace pocos días que los políticos en México (y sus familias) carecen de la decencia de ser pobres. Incluso aparecen en los medios alegando que sus fortunas han sido consecuencia de su trabajo. ¿Y la vergüenza de tener tanto dinero en una sociedad empobrecida? La búsqueda de equilibrio económico entre ricos y pobres, el afianzamiento de una clase media más educada y menos consumidora y, en general, el ascetismo, la prudencia y el deseo de servir tendrían que ser constantes políticas de una política cuyo estado o pacto civil parece hoy fisurado por el crimen, la corrupción, la impunidad y los malos gobiernos.
     El crimen de Ayotzinapa resulta aún más cruel e intimidante porque sabemos que un acto así existe en potencia en varios estados de la república. He allí la raíz del miedo y de la decepción social, de la zozobra y el desencanto que emana de cualquiera que alimente la esperanza de vivir no en un país mejor, sino al menos en un país que exista como realidad y espacio habitable. ¿El entretenimiento vacío, la indiferencia hacia lo social y el individualismo de la más baja calidad son una elección o una imposición? No lo sé del todo; mas tengo la certeza de que si partimos sólo de estas constantes es imposible formar país, justicia e instituciones. Estas últimas —y creo que en esto lleva razón Amartya Sen sobre John Rawls— no son emanaciones directas y abstractas de la justicia, sino constructoras y promotoras de ella. Ojalá algún día se recupere la voz pública para ponerse de inmediato a trabajar en estos asuntos. Ya estaré muerto.       

Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 25 de noviembre de 2014.