domingo, 1 de noviembre de 2015

LOS HILOS

Una pregunta ha sido constante en el pensamiento menos conformista de la historia humana. Plantearla es algo bastante sencillo: “¿Quién carajo mueve los hilos?” El “carajo” puede ser evitado, pero le otorga a la pregunta un rasgo de dramatismo e impotencia muy convenientes a su importancia. No aludo a los hilos que el desprestigiado y ordinario poder político utiliza para preservarse; ni tampoco a los encantos femeninos que una vez desatados convierten a un hombre en un ser ridículo, animal y fantasioso. Si pongo en la mesa la pregunta es porque no conozco las razones por las que cierto día solicito al mesero que me sirva una cerveza clara y en la tarde siguiente le demando un vaso de cerveza oscura. ¿Por qué de pronto me levanto de la cama, doy un paseo por la cocina y vuelvo con las manos vacías? ¿Quién o qué mueve los hilos de esos actos o decisiones? Freud tuvo una amplia oportunidad de responder a la pregunta, pero tornó los hilos aún más invisibles. Los religiosos han hecho lo suyo, al igual que los evangelistas de la neurociencia, los materialistas científicos e incluso los futbolistas cuando hacen profundas y sopesadas declaraciones ante una multitud ávida de escucharlos. Y la verdad es que tampoco sabemos por qué debemos creerle a un astrónomo y no a un astrólogo, ni por qué alguien se dedica a la literatura cuando podría administrar los negocios de su familia. El problema sigue vigente y debido a que la pregunta no tiene lugar aunque esté allí, es sabio no abundar demasiado en ella y mucho menos preocuparse por contestarla. Sin embargo, lo que resultaría ingrato y algo descuidado sería ignorar que esos hilos existen y que nadie tiene la menor idea de quien los mueve. La respuesta del tipo: “Los hilos no existen” está descartada pues nadie puede probar tal inexistencia a no ser que, de un momento a otro, ese uno se convierta en piedra o en elote, y entonces no sea ya capaz de preguntarse absolutamente nada. Pasaré por alto que hoy vivimos en el reino de los elotes, pues ello es harina de otro costal. Y hay que concentrarse.
     Un jueves pasado me invitaron a una comida en la Fundación Alumnos 47 con motivo de la puesta en marcha hace unos meses de un blog de crítica en el que participé por medio de una colaboración (www.blogdecritica.com). Quien me conoce sabe que yo en las comidas no pruebo alimentos, acaso bebo licores de varios tonos, escucho lo que otros dicen y disfruto de la compañía de quienes se encuentran en la mesa, si tal compañía es buena o medicinal. La comida transcurrió sosegada y durante la charla se me ocurrió este asunto trascendental de los hilos; no sé exactamente el por qué de la ocurrencia y no haré una pregunta tan burda como: “¿Quién mueve los hilos para que pensemos en los hilos?” Me trataba de convencer de que la crítica de la moral y de las artes en general (los juicios descriptivos y también los que tratan sobre el bien y el mal) se lleva a cabo por medio de palabras o de un lenguaje articulado, no mediante el movimiento de la danza o el sonido de los estornudos. Me imaginé a un crítico improbable explicando las relaciones entre el mercado, la producción, la técnica y el arte por medio de una danza rusa (la kamárinskaya, por ejemplo) y esa sola imagen me intimidó y al mismo tiempo me despertó la risa. Es verdad, casi nadie me hace reír tanto como yo mismo; y basta para ello que me entren deseos de llorar. Nada me da tanta risa como querer llorar. Todos los relatos (literarios, críticos, científicos) que conozco son añadiduras u apostillas a un hecho que no sabemos cuando comenzó. Eso, al menos, me parece evidente. ¿Pero quién mueve los hilos del pensador crítico a la hora de expresarse? ¿El conocimiento proveniente de sus lecturas, estudios, investigaciones, mas su personal afición a la reflexión? ¿O quizás su capacidad de ser intermediario entre un dios intuido (el arte, el sentido, la historia, etc…) y los simples mortales que lo queremos aprehender o comprender? No sé, y además la pregunta es tan absurda y fuera de lugar en este diario que ofende al sentido común.
     En su reciente obra Marienbad eléctrico, Enrique Vila-Matas escribe:  “…haré bien en recordarme a mí mismo que a veces noto que alguien me guía. Esto es así y no puedo ocultarlo ni decir que sea de otra forma. Alguien mueve hilos por ahí.” Y aunque se resiste a ser guiado, el narrador se da cuenta de que a veces los hilos le abren perspectivas nuevas e insospechadas. A muchos nos llega a ocurrir algo así: nos resistimos a ser guiados, pero al final cedemos a los famosos —y para este momento antipáticos— hilos. Cuando uno escribe o hace crítica cree dominar el movimiento de su pensamiento, pero sabemos que un personaje — o varios— incómodo e invisible está detrás de nosotros haciendo de las suyas. Y a veces esta especie de demiurgo lo lleva a uno por buen camino, y otras veces no. Viene a mi memoria el recuerdo de J.G Hamann que en el siglo XVIII buscaba y ansiaba encontrar un lenguaje libre de la gramática, es decir de lo superfluo (la palabra glamour proviene de la misma raíz griega que gramática). Su desesperado anhelo romántico lo convirtió en un ser estrafalario y creativo al mismo tiempo. Pero no hay que detenerse en él por ahora. Lo que deseo dejar claro —o más oscuro— es que ya sea con ayuda de la gramática, o sin ella, es posible crear sentido, gravedad y cuerpo (algo que nos persuada de algo) en un escrito que trate acerca de lo que sea —del cilantro o del arte— y esperar a que el señor de los hilos se ponga de nuestra parte.              


Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 19 de octubre de 2015.

    

sábado, 31 de octubre de 2015

MARIONETAS


La semana pasada tenía yo la intención de escribir algo en esta columna parecido a lo que viene a continuación, mas preferí publicar una ficción basada en mis recuerdos de niño. Escribir ficción posee un efecto medicinal en mí, puesto que me cura de la necesidad intelectual de reflexionar acerca de las cosas que me importan, o que creo me importan. A menudo me veo repitiendo que la ficción es la única mentira en la que realmente creo, pero temo que tal aseveración sea sólo una deformación de oficio, como le dicen. No importa: cada día que se sucede en su breve infinitud me albergo en esa bondadosa mentira que solemos llamar literatura de ficción. Lo contrario me resulta cada vez más incómodo: escribir y hacer públicas mis opiniones. Hace varios días, una amiga muy querida me pidió auxiliarla en la escritura del epitafio que se inscribiría en la tumba de su abuela. Me sentí fuera de lugar e incapaz de brindar alguna clase de ayuda porque, pese a que el aforismo es un género donde me siento en casa, no tenía yo ningún derecho a inmiscuirme en la señal escrita y póstuma de una persona que acaba de morir y que no conocí a profundidad. Me incliné por el silencio y dejé sola a mi amiga cumpliendo con esa compleja y definitiva responsabilidad.
     Después, y todavía apenado o frustrado por mi renuncia a ser cómplice de mi amiga en asunto tan personal, me encontré con una cita de Fernando Savater en su Diccionario filosófico y en el apartado destinado a la palabra o al concepto “Estupidez.” Vale la pena transcribirlo: “Un buen test para detectar los estragos en nosotros, intelectuales, de la estupidez, es preguntarnos sinceramente si aún podemos contestar a quien nos inquiera qué hemos hecho frente a los terribles males del mundo con la cuerda modestia de Albert Camus: Para empezar, no agravarlos.” ¿Quiere el intelectual ayudar a remediar los males del mundo?, entonces lo primero que podría hacer es no agravarlos. Luego de cavilar al respecto pensé que tal podría ser un epitafio adecuado para cualquier persona que durante su vida no haya causado demasiado daño a los demás: “No agravó los problemas del mundo.”
     Yo quisiera creer que un intelectual es una persona que no agrava la penuria de quienes lo rodean, sino que la comprende, reflexiona en ella, utiliza su capacidad racional e imaginativa para crear soluciones y alternativas a la realidad concreta de la supervivencia. Pero no es mi finalidad ahora dar alguna definición, y menos exhaustiva, de lo que es un intelectual y menos de lo que significan los conceptos o las ideas. Aun así sospecho que un intelectual tiene la obligación de no ser demasiado estúpido, de expresarse lo más claramente posible y comprender que la inteligencia misma no es más que una capacidad relativa. Los ateos no tenemos noticias de ninguna inteligencia omnipresente o definitiva que nos abarque. La misma idea de inteligencia es metafórica y abstracta, literaria y fantasiosa, lógica e introspectiva, subjetiva y estadística. Uno tendría que esforzarse en hacer las preguntas correctas y en no desperdiciar su erudición respaldando opiniones o ideas que no va a poner en riesgo a la hora de conversar o discutir. Hay que esperar a ser convencido. En otras palabras, creo que esforzarse por construir las preguntas adecuadas tomando en cuenta la complejidad que reviste cualquier asunto mundano no es un ejercicio sencillo. Una vez que, si tenemos suerte y paciencia, hemos llegado a hacernos buenas preguntas, entonces las respuestas caerán del árbol por sí solas.
    Al respecto y porque tiene relación con los párrafos anteriores, cito un libro de John Gray cuyo título es sugerente: El alma de las marionetas. Es un libro algo deshilvanado, pero convincente si uno no ha profundizado, por ejemplo, en el gnosticismo de principios de la era cristiana hasta su nuevo repudio neoplatónico encabezado por Plotino. Sin embargo, se trata, el libro, y me parece loable, de un esfuerzo por ahondar en el concepto de libertad e intentar mostrar que los seres humanos, aun siendo movidos por hilos que ellos no dominan, poseen, en la tierra, en su vida cotidiana y en su ser marionetas la posibilidad de conocer una libertad relativa y no absoluta como a la que aspiraban los gnósticos. En opinión de Gray, tanto los materialistas como los científicos ortodoxos representan una especie de gnosticismo actual, puesto que creen haber revelado las verdades fundamentales del universo. Y escribe: “Los racionalistas, tecnofuturistas y evangelistas de la evolución. Todos ellos fomentan el proyecto de expulsar el misterio de la mente.” Gray insiste en que busquemos la libertad en cuestiones y hábitos comunes y humildes. Hay algo de ascetismo místico en su filosofía cuando pregona que sólo criaturas tan imperfectas e ignorantes como los seres humanos pueden llegar a ser libres, mas sólo si renuncian a explicarlo todo desde una conciencia absoluta y aceptan su condición efímera y limitada: su condición de marionetas que no mueven los hilos. En otras palabras, las mías, sería deseable que los seres humanos no agravaran más los problemas del mundo con su pedantería lógica y tecnocrática, ni con su afán evangélico de difundir ideologías definitivas. ¡Qué alivio el que así fuera!        

Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 12 de octubre de 2015.
     

viernes, 30 de octubre de 2015

BENDITA ESCORIA

--> El odio es una hermosa pista de patinaje. Y si careces de la mínima destreza para mantenerte erguido en su superficie entonces aléjate de la pista. De lo contrario te la pasarás de nalgas buena parte de la vida. Administrar el odio es una virtud y una habilidad invaluable. Yo odio casi todo lo que se mueve. Sospecho que, tarde o temprano, el movimiento te causará daño. Sé que la quietud y los objetos inmóviles pueden llegar también a enloquecerte, pero enloquecer puede ser considerado un atributo y un camino a la libertad. Ningún cerebro piensa normalmente: eso es una invención. La normalidad es una patraña que inventan los tiranos de toda clase.
     Estoy escribiendo ahora de manera algo abstracta, cuando en realidad el odio más genuino es el que te despiertan los seres concretos o de carne y hueso. Desde Aristófanes, pasando por los filósofos medievales como Guillermo de Occam, hasta Wittgenstein y los lingüistas modernos, sabemos que una cosa es la belleza y otra muy diferente son los objetos bellos. Yo, amante del odio, detesto la tacañería, pero la palabra tacañería pierde peso y abstracción cuando te enfrentas a un tacaño en persona. Carajo. Me entran unos peligrosos deseos de estrangularlo. Los tacaños de carne y hueso, de pelo y zapato, emergen del vientre de una rata muerta (allí duermen), son como el estornudo de un moribundo, y cuentan sus monedas como los últimos pelos del cráneo. Me son hostiles, mas como afirmé en un principio sé patinar con tranquilidad en pistas riesgosas. Los dejo pasar y continuar con su misión de hacernos la vida más amarga. No amo a mis semejantes porque no son mis semejantes, quiero decir.
     Es un lugar común —y por ello casi inobjetable—, decir que uno bebe con el fin de soportar a los antipáticos y volverlos más agradables. No hay nada tan serio y cierto. Sin embargo, yo no necesito beber para aminorar el odio. Sonreír no es aceptar. Llevo a grados de enfermedad la cortesía y la capacidad de desatenderme. Y, pese a mis precauciones, los tacaños, los políticos retóricos, los emprendedores idiotas, los puritanos y vigilantes de la moral ajena, me despiertan no ganas de beber, sino de lanzar un par de puñetazos a sus concretas barbillas. Si estos personajes, que han nacido odiosos, me despertaran deseos de echarme un trago correría primero a estrecharles la mano: “Benditos sean, jodidos miserables, escoria, por sembrar en mí los deseos de embriagarme.” E.M. Cioran consideraba normal odiar a la mayoría de sus contemporáneos. No quisiera dudar aquí del odio que consumía al escritor rumano a quien, por fortuna, no conocí en persona. Y no obstante que admiro sus libros dudo mucho que haya odiado con tanta energía como yo lo hago (exagero, seguramente). Cioran era tan buen escritor que no podía odiar con profundidad. La buena literatura limpia el excusado a donde van a acabar las pasiones. Y eso no tiene vuelta.  

jueves, 29 de octubre de 2015

CHINCHES Y LOBOS

“Si el hombre no comiera carne no habría soldados.” “Los hombres que comen carne han de pensar y actuar con avidez de sangre.” Leí lo anterior en una novela de Georg Groddeck. Y me dije: es verdad. También pensé que una guerra entre vegetarianos podría ocurrir. Las papas contra las lechugas. De todos modos sería una guerra sangrienta porque los contrincantes no se arrojarían papas, sino que se matarían entre sí usando armas: desde cuchillos cebolleros hasta Kalashnikov. La famosa sentencia de Hobbes: “El hombre es el lobo del hombre”, podría reducirse a: “El hombre es el lobo.” Y ya. Nadie es el lobo más que el hombre. Fue lo que dije en una entrevista a una mujer madura que me miraba con cierta repugnancia. Ella vivía en Polanco y el tráfico que había encontrado para llegar a la entrevista la había puesto de muy mal humor. Entrevistar a un escritor detestable es una cosa, pero atravesar la ciudad —es decir: Polanco— era ya demasiado esfuerzo. Al principio de la charla confundí su repugnancia con una torva curiosidad, pero cuando terminamos, ella me dijo abiertamente: “Todo lo que usted dice se debe a que no tiene hijos. El mundo es negro e inhóspito para usted por esa razón. Si tuviera un hijo el mundo se iluminaría.” Tal cosa dijo. Yo enmudecí durante algunos segundos antes de decir tímidamente: “Hace poco hubo una plaga de chinches en Polanco, estaban en todos lados, las chinches.” Era verdad puesto que lo había leído en el periódico; y como yo pertenezco a la vieja guardia de los vivos creo que todo lo que leo es verdad, incluso si viene en sánscrito.
     Cuando digo “verdad”, me refiero, por supuesto, a una forma depurada de la mentira, es todo. ¿Por qué pensé en las chinches? Porque en ese momento una aguda picazón atacó mi brazo derecho. Me rasqué, discretamente. Entonces recordé a Juan Jacobo Rousseau, el filósofo, el culpable de la Revolución Francesa, de los hippies y de la contracultura, recordé que tuvo cinco hijos y que a todos ellos los envío al hospicio. Lo recordé a él precisamente porque acababa de leer sus Confesiones. Y dije a la entrevistadora: “Si tuviera un hijo lo enviaría a un hospicio. Presiento que me “iluminaría” tanto que acabaría yo ciego.” Ella se fue, harta y convencida de su diagnóstico y de sus verdades. Un hombre que se rasca el brazo mientras dice tonterías no vale la pena de ser entrevistado. Yo me tomé un trago más y pensé en que Groddeck, ese escritor amigo de Freud, había inventado un método infalible para acabar con las chinches: “Mata cada chinche que encuentres, y cuando hayas matado la última, ya no quedará ninguna.”
     Sabemos que Jonathan Swift sugirió que, para acabar con el hambre en Irlanda, había que comerse a los niños. Es célebre el ensayo satírico donde hizo pública su idea: Una modesta proposición, se llamaba el ensayo; y todavía es leído con humor y escabroso placer. Pero hay quien se lo ha tomado en serio y muestra repugnancia por dicha literatura, como era el caso de la entrevistadora. Yo no tengo hijos porque no quiero enviarlos a un hospicio, es decir a una ciudad como el DF o Bogotá. Y, por supuesto, no me los comería.
     La pura realidad es que me apena dar entrevistas, sólo un idiota da entrevistas, es decir un hombre fuerte o un millonario, pero yo soy un hombre nacido en vano, pienso, y digo, maldita bruja, la entrevistadora, seguramente tiene varios hijos “iluminadores.” Vaya luz la que provendrá de su casa. Y los tragos seguían llegando a mi mesa.              

miércoles, 28 de octubre de 2015

CANCIONES PARA SILBAR


Ayer en la madrugada, al pie de la letra y de la cama, se me vino la noche encima. Se interrumpió la señal de cable y mi televisión entró en un hoyo negro del que no ha logrado escapar. ¿Y yo? Desesperado, miedoso, rodeado de libros, como si me hubieran arrojado en medio de una selva hostil y desconocida. A las cuatro de la mañana el insomne no tiene a nadie, su soledad es absoluta, es incapaz de leer o pensar con claridad, y en su cabeza los cadáveres despiertan y comienzan a roer la manzana. En cambio, si la pantalla funciona, te olvidas de los remordimientos y de las acciones por las que se te considera una mala persona. Haces a un lado la sospecha de que tu vida no tendrá un buen final y entras en un coma inducido. Toneladas de basura y excremento desfilan ante tus ojos: series policiacas cuya trama un perro educado y bien comido podría resolver; lluvia de disparos y autos que no cesan de perseguirse; la esencia de la escoria humana, de la carne parlante; las celebridades y su alfombra roja —sangre cerebral—, allí, ante mis ojos ebrios y a medio cerrar.
     ¿Alguien recuerda la serie que tenía como estrella principal al caballo Mr Ed, el caballo con voz humana, o a la Mula Francis? (Ya sé, es asunto de viejos, pero el que desee saber más de la Mula Francis que lea el primer capítulo de Crackpot, las obsesiones de John Waters). Éstos eran animales reales, y para simular que hablaban les ponían terrones de azúcar entre los belfos; entonces los equinos torcían el hocico y te daban algún sermón. Tal vez por ello me he imaginado que a todos esos humanos que parlotean en televisión les han colocado terrones de azúcar en las encías, y entonces simulan hablar. Y mientras cambio de un canal a otro, cada veinte o treinta segundos, ruego a los señores del cielo no encontrarme con ningún programa de arte o frente a una buena película, porque entonces no podré dormir. Deberé poner la atención debida y la somnolencia se marchará. Volveré a la cárcel que habita todo ser consciente y animado.
     En una novela de Budd Schulberg —El desencantado— el personaje central, un viejo escritor alcohólico y diabético, Manley Halliday, dice que a él no le gusta la música con demasiados retoques artísticos y por ello prefiere canciones que se puedan silbar. Eso es: canciones que se puedan silbar. En mi caso sucede algo parecido: en la madrugada quiero silbar, huir del excusado en que vivo y silbar hasta quedarme dormido. A esa hora de la madrugada comprendo porque John Cage prefería el plano de una casa a la casa construida. Una casa real es insoportable, tienes que cerrar puertas y ventanas, limpiar, llenarla con muebles y tener una cocina. ¡Una cocina! Eso sí que es estar jodido. Resulta más sabio imaginar, como Cage, una casa en vez de poseerla. El zapping es lo más parecido a tener un plano de la miseria humana en lugar de la miseria en concreto: un verdadero inductor de sueño. Por esta razón, cuando anoche la pantalla de la televisión oscureció, sobrevino la angustia y comencé a caminar de un lado a otro junto a los cadáveres que están enterrados en mi memoria. ¿Cómo estás, mamá?
    Manley Halliday, el personaje ya citado, había sido alguna vez joven, pero hablaba de sí mismo como si tuviera diez años de muerto. Qué hombre tan respetable. Al lado de todos aquellos que aman su porvenir, Halliday hablaba de sí en pasado: era un muerto que buscaba ganarse unos pesos en Hollywood, en el cementerio Hollywood, la letrina, el retrete de los sueños humanos, allí donde la Mula Francis fue alguna vez la estrella más lúcida y más simpática de entre todos los artistas. No ganó un Oscar, pero cuántos terrones de azúcar disfrutó. Sé que estoy divagando, pero mientras no reparen mi televisión no volveré al túnel de la duermevela, al estado de ambigüedad y bella perturbación que merecemos los hombres que escribimos historias, como Budd Schulberg, quien describió a una persona como un muro de piedra que no paraba de sonreírte, ¿cuántos muros sonrientes habré conocido en mi vida? Muchos. Y no me interesa ir más allá.    

martes, 27 de octubre de 2015

BAILAR CON UNA EXTRAÑA


Es tal vez una de las novelas más barrocas o rebuscadas de Norman Mailer; se llama Los hombres duros no bailan. Un verdadero y agotador tour de force. Leí la novela hace más de 20 años y esa lectura me dejó dos manías que practico desde entonces: acostumbro llamarle diamantes a los hielos y cuando una mujer quiere bailar conmigo le digo: “Chica… los duros no bailamos.” Así es: en la barra de un bar suelo indicarle al cantinero: “Sírvame un vodka solo y súmele dos diamantes.” Y nunca bailo si no es porque me obligan a ello: sea a causa de alguna sustancia eufórica o por la insistencia de una mujer bella y terca. Yo me defiendo: “El movimiento es el principio del mal.” “Me gustaría declarar un estate quieto universal.” “Déjame en paz, maldita drogadicta.” Por lo regular mi negación resulta, excepto por el huracán de la belleza terca: mujeres que bailan y cierran los ojos (no las culpo).
     Es destino cómico o una paradoja que las bailarinas me causen tanta atracción. A Louis-Ferdinand Céline las bailarinas lo trastornaban: sus piernas firmes, su educado narcisismo, su amor por el espejo, la disciplina que muestran en la cama, todo aquello que acompaña el cuerpo de una bailarina volvía indefenso al escritor francés. Casi todas sus amigas eran bailarinas. Lo que a mí me disgusta de ellas es su alma de soldado y de campesino madrugador, pero de alguna manera tienen que esmerarse en su oficio. “Los hombres duros no bailan”, ésta es la sentencia que le robé a Mailer. Y en alusión a uno de estos hombres duros, confesaré que también he plagiado a Clint Eastwood. Sí, cuando alguien me reprocha mi infidelidad o cambio de temperamento repito la oración de Eastwood: “Si quieres una garantía, cómprate un tostador.”
     El hurto de aforismos no desmiente mi fobia por el baile. El pudor ha sido desterrado a otro planeta y casi todos desean exhibirse o mostrar en público el placer que experimentan al moverse. El rincón, la sombra y la quietud me parecen más amables. En una entrevista que le hizo Buzz Farbar acerca del matrimonio, Norman Mailer, hombre fiel que se casó seis veces, dijo que a su edad —en ese entonces 50 años— podría sufrir un ataque al corazón en cualquier momento y que le parecería absurdo morir al lado de una extraña, una prostituta o cualquier otra mujer. Así que prefería serle fiel al matrimonio. Cuando recuerdo esta entrevista  —se encuentra en el libro Pontificaciones: conversaciones con Norman Mailer—,  me digo a mí mismo: ya estoy en edad para morir a causa de un infarto y no me gustaría hacerlo bailando con una extraña. Prefiero quedarme quieto y mirar el ridículo movimiento de los cuerpos temblorosos. Y si el infarto viene en la quietud, entonces será bienvenido. (No obstante mi desplante, soy infiel a casi todos mis principios y si una bella extraña, necia y obstinada mujer quiere bailar conmigo podría hacer una excepción y aceptar; no sin antes pedir un vodka doble con dos diamantes).           

miércoles, 27 de mayo de 2015

VUELTA ÉTICA


En ¿Qué son las revoluciones? Guy Davenport escribió: “No ha habido un solo minuto de paz en el mundo desde la batalla de Waterloo.” Davenport recién cumplió una década de estar muerto (Carolina del Sur; 1927-2005). Si se sopesa bien, decir que un muerto cumple años es algo absurdo y, sin embargo, es una cómoda costumbre que debe respetarse. Yo preferiría decir: “Hace diez años que Guy Davenport regresó a la eternidad”, pero sería un gesto grandilocuente. Lo que no me parece pedante es preguntarse qué son las revoluciones, sin adjudicarle demasiado dramatismo al cuestionamiento. Es verdad que un espíritu romántico desea que una revolución cambie de un momento a otro el curso de las cosas y que la mala vida se torne buena vida gracias a una acción humana de grandes dimensiones. El tiempo lineal nos da sus propias respuestas y una de ellas es que los años en la vida de un ser humano representan una diminuta nube de polvo en el movimiento de las sociedades. Hace ciento cincuenta años murió Henry David Thoreau y sus conceptos y acciones relativas a la desobediencia civil, como una manera de oponerse a un gobierno que pregonaba la guerra, son actuales e incluso novedosas. En cambio, si caigo en la cuenta de que ha pasado siglo y medio desde la muerte de Thoreau, no puedo dejar de observar que durante ese tiempo caben a la perfección dos vidas largas y productivas. Durante ese lapso de tiempo me puedo morir dos o hasta tres veces.
     “Todas las guerras son peleadas por niños”, escribe Davenport citando un poema de Melville. Los generales mueren en la cama o en un sillón calentando su copa de coñac, mientras que los más jóvenes son lanzados a guerras que no comprenden. Y una mañana están frente a otro niño que no conocen y deben hacerle daño, matarlo si es posible, para hacer aún más enredado e incomprensible el conflicto en el que de pronto se vieron involucrados. Tal es la continua tragedia que acecha a los humanos por más que consideren haber llegado a algún estado de sabiduría a lo largo de su vida. Es posible que la única revolución que jamás haya tenido lugar sea la Revolución Francesa. Y su fracaso es suficiente para que más de dos siglos parezcan tan inanes e insustanciales en la historia de la especie humana (a la hora de aquilatar el concepto de progreso social). El hombre libre y solidario que vive en equidad económica bajo un régimen de armonía legal no se ha extendido. Quizás viva en Dinamarca o Islandia, pero no en Honduras ni en Grecia. La transformación del bien en mal por obra de la acción humana no se da de la noche a la mañana y en toda revolución se cometen injusticias y barbaridades. El tiempo del individuo se consume aceleradamente y su destino es el de encarnar en un ser socialmente incompleto: toda revolución es parcial, accidentada, compleja, confusa y dispersa. Al final de ella, un grupo o un tirano toman las riendas de la confusión e instauran un paraíso destinado sólo a unos cuantos privilegiados.
     “Yo creo que necesitamos una revolución —escribió Davenport—, aquí, ahora. Quiero que seamos un pueblo libre, feliz y sabio. Pero cómo vamos a lograrlo, no lo sé.” Y después de lamentarse del progreso ficticio de su sociedad, de la corrupción de los gobiernos y de la sórdida irrupción de la tecnología en la vida de personas que apenas si comprenden que poseen derechos, el escritor estadunidense describe una utopía: “Como no tengo ninguna revolución racional que ofrecerles, sugiero optar por la erewhoniana (alusión a la sátira Erewhon, de Samuel Butler). Rescaten su cuerpo del cautiverio del automóvil; rescaten su imaginación del aparato de televisión; rescaten sus habilidades manuales de los fabricantes; rescaten sus mentes de los argumentos de la necesidad; rescaten la paz de la guerra perpetua; rescaten sus vidas: son suyas.”
    El ritmo de mastodonte con que avanzan las sociedades hacia un horizonte de justicia y felicidad —si es que hacia allá avanzan— se tomará la vida de varias generaciones de seres humanos. Entre tanto, la vida propia y personal se consume y es ella la que exige una revolución, un cambio en la mirada de las cosas, una crítica y una vuelta ética. Y todo ello mientras los niños siguen haciendo la guerra o practicando negocios turbios (que es otra manera de hacer guerra y aniquilar a los ejércitos de pobres que vagan por nuestro extenso campo de batalla).   

Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 25 de mayo de 2015.

ESCONDERSE


¿Qué puede llevar a un hombre a salir de su casa todas las noches y visitar antros, bares, casas desconocidas, entablar conversación con extraños, despertar en camas ajenas y beber toneladas de licor hasta delirar y convertirse en una versión disparatada de sí mismo? No puede ser sólo el afán de divertirse o de obtener placer; es también o sobre todo el impulso el que lo mueve a la aventura y a la travesía nocturna. “De la destrucción nacerá la primavera.” Esta exclamación de Holderlin expresa la esencia de la voluntad heroica que mueve al conocimiento del mundo y de uno mismo. Cuando uno vuelve de madrugada o días después de un periplo lúdico tiene la sensación de que ha vuelto material y simbólicamente de una batalla en la que destruirse es un rasgo fundamental de la victoria. ¿Y qué escenario más adecuado para el combate heroico que la noche? Todos los caminos románticos conducen hacia la autodestrucción, concluye Rafael Argullol y tal afirmación no puede ser más certera. El sencillo hecho de ver pasar el tiempo nos consume, pero el sentimiento trágico que en algunos provoca la caída en el tiempo o el continuo desvanecerse en vida hace más evidente el final. El romántico busca adelantar la muerte, provocarla, para así vivirla en un instante en el cual se condense la vida. Tal instante puede ser una noche de juerga, una visita hacia las entrañas nocturnas o los bajos fondos de la ciudad. La religión individual que profesa el aventurero nocturno es lúdica y se halla expuesta a múltiples vaivenes; el vagabundo romántico suele abominar de los planes premeditados y se interna, como el guerrero quijotesco, en busca de delirios que se tornan reales y peligrosos. Para Holderlin, la vida planeada, serena y sin sobresaltos era una vida muerta; Dostoiewski detestaba las ciencias naturales y las acusaba de haberle echado a perder la vida; John Keats, como sabemos, odiaba las matemáticas y el agrimensor de El Castillo, creado por Kafka, consumía sus días sin medir ningún espacio ni realizar cálculo alguno. El Espíritu romántico avanza lejos del orden y repudia la medida precisa, se resiste a habitar un mundo explicado y prefiere vivir la naturaleza que conquistarla. En todo caso sus conquistas son golpes de efecto, guiños, simulacros. Por ello la travesía nocturna pasa del levante a la deriva, del estruendo a la calma. Los bajos fondos de una ciudad inmensa, sus drenajes borrachos y las coladeras negras y festivas animan tal travesía y la estimulan. Y cada vez que un escritor, un artista o cualquier persona más afortunada se vanagloria de haber navegado en esa oscuridad urbana y metafísica continúa el camino trazado por los románticos de todos los tiempos. La ciudad de México es, debido a sus dimensiones, una estación en el infierno y también una fuente de vida. Ninguna razón prudente podría explicar el hecho de su supervivencia. El historiador Antonio García Cubas aludía con dolor a los pendencieros, ladrones y basura humana que una vez apagado los faroles de los balcones y comercios transitaban por las calles oscuras de la ciudad a finales del siglo XVIII. Ha sido un largo transitar desde entonces y en ese camino la mancha urbana ha crecido hasta ahorcar y acabar con una ciudad de dimensiones humanas.
     La gran ciudad hoy se ha tornado monstruosa como concepto, aunque habitable si uno conoce el paradero de sus escondites o remansos. La calma soterrada convive hoy con la tragedia repentina y para quien haya vivido a fondo la ciudad no habrá más posibilidad de distancia: a una exaltación de aventura se une la conciencia de la pérdida y el terror. Isaiah Berlin al referirse a los románticos dice que éstos “oscilan entre dos extremos: el de un optimismo místico y el de un pesimismo aterrador; y esto provoca que sus escritos sean de calidad desigual.” Berlin tiene razón, la enfermedad y la salud son los polos del espíritu romántico y la ciudad de los tres siglos recientes el más importante escenario de su actuación. Tal vez el momento de esconderse y dejar de aventurarse en la noche y en la calle sitiada por extraños ha llegado. Si no para la época actual, al menos para mí.             

Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 11 de mayo de 2015.

MI TÍA EN CALIFORNIA


A la casa de mi abuela llegaba a visitarnos una mujer blanca, joven, delgada, guapa y de boca pequeña y gestos delicados. Era la tía Rosario a la que todos en mi familia conocíamos como la tía Chayo. Ella vivía en Estados Unidos, había nacido allá y su español era gracioso, accidentado, pero fluido. Yo tendría alrededor de ocho años y estaba enamorado de ella. Nos visitaba una vez al año por lo que yo aguardaba su visita, ansioso y —fiel desde entonces a mi carácter—, temeroso de que ella suspendiera su viaje. Navidad, la celebración de un cumpleaños o la llegada de los Reyes Magos resultaban tonterías y estúpidas invenciones humanas comparadas con la llegada de la tía Chayo. Cuando mi familia dejó la casa de mi abuela para mudarse al sur de la ciudad la ilusión desapareció, la tía ya no regresó a México y fue olvidada, la fétida turbulencia de la adolescencia me absorbió, la escuela, el nuevo barrio, las peleas a puño limpio en mi escuela; en fin, hasta que a mis dieciocho años tomé la decisión de viajar a Estados Unidos. Nadie en mi familia, excepto mi abuela, había viajado al extranjero, mas todos estuvieron de acuerdo en que debería hospedarme en la casa de la tía Chayo, en Stockton, California. Cuando la tía fue a recibirme al aeropuerto de San Francisco, más bella y amable de lo que yo recordaba, sufrí una conmoción interior que ella debió descubrir en mi gesto tarado y en mi balbucear enfermo. Noté sus senos breves, dibujados en su vestido de tela y supe que mi vida cambiaría y que la novedad del viaje a California pasaba a un segundo término. Había llegado al lado de mi amada tía y el sólo estar cerca de ella me convertía en su monaguillo, en su mono palafrenero, en su ujier inesperado e impaciente de servirla. En seguida me enteré de que trabajaba en el servicio postal de la ciudad, que tenía un niño de siete años, hijo de un hombre que la había abandonado, un pretendiente cuyas visitas a su casa eran semanales y un hermano, héroe de la guerra de Vietnam y borracho que la explotaba abusando de su generosidad y amor de hermana. La realidad nos imponía su manto gris e inevitable, pero mi amor por ella continuó y cuando el hijo dormía, o el hermano borracho se quedaba tirado en el jardín o en un bar, ella y yo conversábamos hasta entrada la madrugada, me permitía ver sus piernas y sentarme cerca de ella, tocarla y entrar a su recámara.
     Algún día escribiré la historia completa, me la contaré a mí mismo para entrar de nuevo a aquella casa de madera, amplio porche y jardín, en Stockton, y visitar de nuevo a mi tía. Por ahora escribo esta nota como apostilla imaginaria a la lectura que acabo de hacer de una novela que en los años cincuenta vendió millones de ejemplares y que narra la historia de un huérfano que es puesto al cuidado de una tía excéntrica y fuera de lo común. Me refiero a La tía Mame, de Patrick Dennis, escritor estadunidense que muriera hace ya casi cuarenta años. No me resulta difícil descubrir por qué la novela fue, en un principio, rechazada por tantas editoriales. El humor excedido, la pantomima, el dibujo pantagruélico y desorbitado de una mujer en apariencia chiflada y que de pronto tiene a su cargo la educación de un niño sensible y observador, no debieron convencer a la crítica de su tiempo. El humor es un arma literaria muy delicada la cual sólo unos cuantos logran dominar. La risa asusta y avergüenza. El crítico y el intelectual que ríe se ven a sí mismos como monos (a no ser que estén ebrio). Al leer esta novela y conocer la historia de su publicación no puedo evitar recordar La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, cuyo autor se suicida cuando su novela es rechazada por un número respetable de editores. Todos conocemos la historia trágica de Kennedy Toole, y también hemos reído, al menos yo, y generosamente, al leer las páginas de su novela. En cambio Patrick Dennis vivió y disfrutó la fama de su creación. Su novela tiene pasajes llenos de pericia y humor, y otros que exceden la mesura al mismo tiempo que la calidad literaria y, por lo tanto, pierden fuerza y se transforman en humor ordinario. No me arrepiento de haber leído esta novela porque además de tejer en el comienzo una narrativa sutil y cuya sencillez es notable (pese a los excesos posteriores), me ha recordado que existe una comunidad de tías hermosas que están dispuestas a hacer más amable la vida y la literatura. Yo he sido beneficiado en ambos aspectos por ellas.

Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 23 de junio de 2014.

lunes, 25 de mayo de 2015

EL COPILOTO LUBITZ


En el aeropuerto, de pie en las salas de espera, casi nunca sentado, aguardo la llegada de la tripulación con el único propósito de escrutar la cara y el semblante de los pilotos. A veces no es posible porque ellos se encuentran ya dentro de la cabina y no hay manera de echarles una ojeada. Cuando era yo más joven, las aeromozas concentraban toda mi atención durante los vuelos y no tenía ojos más que para ellas. Soñaba con que una turbulencia lanzara a las azafatas a mis brazos. Sin embargo, los pilotos me son también interesantes como objeto de auscultación pues de ellos depende mi vida y de alguna manera toman en mi imaginación el papel de héroes: hombres diestros y preparados que llevarán la nave cargada de desconocidos a tierra firme. Conducir la nave a diez mil metros de altura entre las nubes, climas hostiles, vientos irascibles y luego descender suavemente hasta tocar tierra y detenerse, es una acción que me produce todavía una admiración infantil. No veo a los pilotos como a simples empleados de una compañía aérea, sino como valientes y experimentados capitanes Ahab surcando los siete cielos.
     Un piloto de alcohólica apariencia me da, por lo regular, confianza; se requiere un par de tragos para darse valor y echar a volar esas toneladas de metal. Los pilotos viejos merecen el mayor de mis respetos, y si parecen amargados y gruñones, entonces tengo la certeza de que el avión es guiado por muy buenas manos. En cambio, albergo serias dudas de los jóvenes, rasurados, perfumados, blancos como un espárrago, tatuados por una sonrisa inmóvil y que a la menor oportunidad se dirigen a los pasajeros, ya sea con el fin de señalarles que a la izquierda del avión se encuentra el volcán Popocatépetl, o para narrarles los pormenores del vuelo. Su afán de monologar por el micrófono teniendo a los pasajeros de rehenes me despierta un profundo terror. Como es evidente, todas estas son fobias y manías personales y que, probablemente, nadie compartirá conmigo.
    La nariz roja de Boris Yeltsin, por ejemplo, me inspiraba confianza. (¿Qué ebrio inteligente va a permitir que la izquierda tiránica se obstine en gobernar nuestros actos?) Los políticos se asemejan a los pilotos vía la analogía —bastante demacrada— de llevar la nave por buen rumbo. ¿Por qué tiene que ser joven un gobernante? Existe la creencia en exceso trivial de que los jóvenes traen consigo nuevas ideas y de que ellos mismos encarnan el futuro, y por lo tanto se les permite tomar las riendas. Nada es tan absurdo como eso. La juventud no es señal de sabiduría, buen tino ni renovación ideológica. Hay viejos que ostentan posturas novedosas a la hora de enfrentar los dilemas públicos. Yo doy mi voto porque los gobernantes sean en su mayoría casi ancianos; aunque sabios y prudentes, claro. Y si dan órdenes desde unas silla de ruedas no me importa. Doy ahora una definición de sabiduría, tomada de R. Rorty: “Reservamos el término sabio para aquellos que logran combinar una gran originalidad con una gran tolerancia.” Es obvio que a la originalidad y tolerancia habría que agregarle “conocimiento del mundo, de la naturaleza humana y de la actividad que se desempeña.” Nada dice esta definición de la juventud, la fortaleza física o la salud. El sabio sabrá si posee la salud suficiente para realizar un determinado acto o continuar en el cargo.
    Hace varios días un avión se estrelló en los Alpes (algún personaje decía en una novela de Paul Theroux que si los Alpes hubieran sido diseñados por los suizos, serían planos). La mayoría de las versiones dicen que el copiloto de la línea Germanwings, Andreas Lubitz, de 27 años, enfiló el avión hacia las montañas con el propósito de suicidarse, afectado por una seria depresión o enfermedad mental. La publicación Der Spiegel ha afirmado llanamente que el joven copiloto estaba loco. Los alemanes no tienen mucha capacidad para reconocer a los locos, pero después de 1945 han aprendido un poco (no lo suficiente). Me ha llamado la atención el hecho ya que mi interés por los pilotos aéreos pasa justamente por esta historia. La tecnología parece no servir en casos de depresión y locura ya que un copiloto con el síndrome de Dostoiewski puede llevarse a la tumba 150 personas sin que los sistemas de precaución tanto en tierra como aire lo puedan evitar. Mas eso no es asunto de mi competencia. Cada vez que nos ponemos en manos de un guía o un político éste puede resultar ser un Lubitz y llevarnos al agujero a todos. De pronto un joven secretario de hacienda entra en una turbulencia menor y decide recortar el gasto público sin percatarse de que los pasajeros afectados serán millones de personas. Un Lubitz, sin duda. ¿Y quien detecta su mortal afección? Nada puede hacerse. Estamos en manos de un ejército de Lubitz. Y los Alpes nos esperan.      
      
                   
Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 30 de marzo de 2015.

LA FORMA DE LAS NUBES


Es probable que Slavoj Zizek sea uno de los filósofos más exhibicionistas y menos profundos que he leído. Ello no significa que no pueda llegar a ser ameno o que ciertos pasajes o disertaciones alrededor de un tema carezcan de interés. Su vistosa actualidad, sus referencias al cine y su retórica especulativa lo auxilian en la construcción de su celebridad. Que un escritor metido a la filosofía sea famoso no es mal negocio. Al contrario: su lectura, aun causada por el morbo y el ruido comercial, será casi siempre provechosa. Que no sepamos exactamente qué es lo que hace cuando escribe parece algo secundario. Si uno mantiene la calma es probable que el movimiento especulativo de su escritura produzca alguna disertación con sentido o brillo. A Michel Foucault se le señalaba como un transgresor del género académico. Se comportaba como un historiador, un sociólogo, un filósofo y un crítico de la cultura sin que ello restara calidad o dirección a sus libros. No era un émulo del caos como Zizek. La filosofía no siempre mantiene la obsesión por la verdad o la certeza lógica. También es un ejercicio que busca construir preguntas, o una manifestación de un temperamento y estilo literario.
    No desprecio el desorden reflexivo o la digresión temática como medios o manifestaciones de la creatividad. Desde Montaigne hasta Peter Sloterdijk hemos leído a ensayistas y filósofos que se han beneficiado de esta vagancia del pensamiento. Lo que me molesta de Zizek es que sea un espejismo y una alegoría que se agota una vez que el brillo de su esgrima intelectual se desvanece. No estamos ante un pensador de la nada, sino ante la nada misma. Juez y parte de una época entregada a la pantalla. Sus lectores se sienten confortados porque en vez de enfrentarse a una pura cultura libresca se encuentran a cada dos pasos con referencias al cine. Y en ello Zizek es abusivo: no se detiene a la hora de descubrir la verdad o el sentido de una película que él interpreta con la firmeza de un sádico e inquisidor parcial. Impone a las obras cinematográficas un carácter de objetividad que no tienen y es experto en edificar una capa secundaria que nos ofrece un mensaje que se supone él descubre. Y el lector, embelesado, se entrega a la especulación de artificio, a la verdad que el mago obtiene de su chistera en espera del aplauso inevitable.
     En la lectura de Acontecimiento (editorial Sexto Piso) me ha acosado el constante sentimiento de estar siendo engañado. He tomado la lectura con el sentido del humor necesario y he intentado leer sin prejuicios. Y, no obstante mi buen ánimo, termino agotado e incluso mal humorado cuando leo —por ejemplo— que el escritor sugiere al Parménides como el mejor diálogo de Platón. Dudo que Foucault e incluso Baudrillard (tan espectacular en sus conclusiones y tan seducido por las palabras) hubieran llegado a realizar esta clase de valoración mercadotécnica: el mejor, el número uno, el verdadero y único. No quisiera ensañarme con el escritor esloveno señalando meros pasajes o haciendo énfasis en un par de páginas. Sería una crítica injusta y además imposible de llevar a cabo en esta escueta y breve nota. Pero me resulta evidente la intención general de esta obra en particular: inventar un concepto (el Acontecimiento) con el único fin de ejercer la especulación, la literatura, la crítica de cine y de practicar gimnasia en el campo de una imaginación desbocada. Tengo la impresión de que al leer sus libros los lectores estamos pagando su formación. Zizek escribe guiones para desarrollar conceptos al vapor. Preguntarse “¿Cuándo tuvo lugar el acontecimiento?”, es aparte de una pregunta sin sentido, una argucia taquillera. (Por lo demás, la editorial Sexto Piso ha publicado a autores como John Gray, Alberto Caraco, y otros —incluso Giorgio Agamben— que me parecen sólidos y provechosos).   
     No me molestan las constantes citas o alusiones a Hegel o a Lacan en el citado libro de Zizek porque sigo pensando que somos enanos en hombros de gigantes (pese a que la obra de Lacan, en lo personal, me sea prescindible) y que la búsqueda de un fundamento proviene de la lectura de los filósofos que nos precedieron. Me hartan las referencias al cine venidas de la nada, consecuencia de un impulso más que de una estrategia. ¿Libertad o barullo? El sicoanálisis tampoco me interesa gran cosa y creo a grandes rasgos que quien haya leído a fondo a Schopenhauer puede prescindir de Freud, no obstante que todo lo sabemos entre todos. Sloterdijk, Rorty, Nagel, Gadamer y tantos otros filósofos se hallan a la espera de ser leídos y comprendidos hasta donde sea posible. Como apostilla a favor de Slavoj Zizek diré que su escritura es creativa y que al menos pone a cierta clase de lectores a pensar: es culto y entretenido, es audaz y buen creador de metáforas. Quizás algún día sea un filósofo.  

Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 1 de diciembre de 2014.

miércoles, 25 de febrero de 2015

¿MI NOMBRE?


“Andamos a la buena de Dios. Pero andamos”, me ha dicho un pariente al que no veía hace un alto número de años. “No te preocupes, es Dios el que se ha quedado solo —le comenté, en tono de consuelo—, y se lo tiene muy bien ganado.” Yo pasé de ser ateo a sentir lástima por las divinidades. Así como veo al mundo, no hay nada más qué hacer: sentir piedad por los dioses en caso de que los haya. Y además de sentir conmiseración yo les llevaría ropa y comida, o les leería unas páginas de Leónidas Andreiev, pero no sé a dónde dirigirme. Les leería Los siete ahorcados, o representaría algunos fragmentos de su obra El que recibe las bofetadas, todo con el propósito de entretenerlos, pero, repito, no sé en dónde viven si es que viven. Mi pariente debió sospechar que estoy perdiendo la razón, pero ¿y quién no?, la razón está tan perdida como los pobres dioses. Y para rematar al efímero encuentro no logré, por más esfuerzos que hice, recordar el nombre de mi familiar. Sí, era un tío, hijo de la tía abuela María, hermana de mi abuela. Pero su nombre no se asomaba a mi mente. Es ya común que estas lagunas me visiten. Y en México las personas son muy susceptibles a estos descuidos. Tienes que conocer de memoria sus nombres y apellidos, aunque no los veas hace treinta años. De lo contrario acumulan un poco más de rencor contra ti y andan por allí despotricando contra uno. Hay que ser mañoso para que no se note tu amnesia. Yo he logrado sostener conversaciones de varias horas con personas cuyo nombre no recuerdo, y tampoco logro ubicar la procedencia de nuestra relación. He llorado en un bar por un amigo muerto al que no conocía, junto a su hermano a quien tampoco recordaba haber visto nunca. Y también llega a sucederme con personas muy cercanas; no pongo atención en sus particulares: para mí son manchas amigables que me despiertan ternura o una sonrisa. En Guadalajara un joven, por demás amable, estuvo a punto de golpearme porque no lo reconocí. “Mi padre es tal —me dijo—, y estuviste en nuestra casa cenando y bebiendo; ¿cómo es que no te acuerdas de mí?” ¿Qué reacción debe uno tener ante un reproche tan pertinente? Me sentía muy acongojado y opté por decir la verdad: “Es que conozco a mucha gente y me confundo.” Mi respuesta le pareció arrogante y se enfureció todavía más. Mil veces carajo. Tenía razón: no se puede tener respuesta para todo. Quien tiene respuestas a todos los cuestionamientos que se le hacen miente o es un vulgar especulador.  

     Cuando uno muda su mundo a la literatura, las personas dejan de ser reales. Los personajes ficticios toman el lugar de los seres de carne y hueso. El lenguaje se muestra en su amplitud inmensa y a la vez desoladora. No se puede jugar con las palabras sin correr riesgo alguno. Hay que pagar. Las palabras que, según el primer Wittgenstein (no el otro: el Wittgenstein arrepentido) son el dibujo que representa el mundo, sustituyen ese mundo y entonces, creo yo, uno comienza a perder los objetos reales, los nombres, los zapatos y a los amigos. A sufrir, no queda de otra. Con respecto a la ropa o al vestido me acontece algo parecido. No hay manera de vestirse bien: cuando pongo atención en el vestir de alguien y veo que ha puesto excesivo cuidado en las marcas y en la combinación de sus prendas, me embarga una súbita tristeza. ¿Por qué ese pobre hombre se afana mantener un aliño suntuoso en su persona si terminará como un chorizo seco? ¿No le basta sólo con bañarse? Y apenas dice algunas palabras descubre su pobreza íntima. No hace falta más que proferir dos o tres oraciones para que el hombre bien vestido luzca andrajoso y sucio. Y eso también se sufre. Al menos sufre quien lo escucha. Ojalá el mundo se concentrara en la escritura. Pero no es posible: el escritor debe hacer vida social y allí todo se va al abismo. Hay que aprenderse nombres y fechas, y comprarse de vez en cuando unos zapatos. Martin Amis delata a Isaac Asimov en Visitando a Mrs. Nabokov. Dice que Asimov escribía a un ritmo de seis libros por año. Y los cientos de páginas de su autobiografía los escribió en nueve meses. ¿Para qué necesitaba Asimov el mundo real? Para volverlo irreal. Nada más. 


Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 23 de febrero de 2015.

lunes, 2 de febrero de 2015

EL PASADO DEVORA AL PORVENIR


“Yo no tengo cifras ni datos. Tengo lecturas.” Fue la respuesta que dio un escritor al compañero de mesa que le pedía respaldar con estadísticas y “datos duros” sus opiniones sobre la sociedad y la economía. Yo asistí mudo a la conversación. Cada vez me inclinó más a participar con mi silencio. Pongo gran atención en la charla, pero estoy pensando en otros temas. Hablar es cansado y quizás sea una de las actividades de las que vaya yo a prescindir en un futuro próximo. Pero en la conversación citada es probable que, de haber participado, hubiera yo respondido: “No tengo cifras, ni datos, pero, además de lecturas, tengo ojos, intuición, sentimientos, familia, experiencia y un perro.” Habría mentido en lo relativo al perro, pero creo que tanto Porfirio como Isidoro de Sevilla, Borges y Georges Perec habrían desaprobado mi lista en caso de que no añadiera a ella un perro o una escolopendra.
     Los “datos duros”, ¿existen en realidad? Sí, como los patos, los fantasmas o las implosiones solares. Y no son precisamente “duros”, por cierto, sino algo blandos, como es todo aquello que pertenece al ámbito de lo humano, al lenguaje y a la interpretación. Su utilidad o pertinencia depende de cómo hayan sido ubicados en la conversación, el argumento o la controversia. Ya el sencillo hecho de mostrar ciertos datos en vez de otros revela la dirección interesada en que se marcha. Estos datos no dicen nada en sí mismos —son entelequias— hasta que uno los coloca dentro de un escenario con la finalidad de que posean algún sentido. Tales datos pueden tener significados opuestos y distintos dependiendo del escenario o del teatro en el que sean presentados. Cuando después de la aparición de su libro La estructura de las revoluciones científicas (1962), Thomas Kuhn fue acusado —por los científicos datos duros— de dejar a la ciencia sin objetividad, él reafirmó que la objetividad existía, sólo que estaba basada en juicios que dependían en mucho de la época en que se practicaba lo que hoy llamamos “ciencia.” Es decir, el teatro, el escenario o la plaza donde el dato duro representante de la objetividad se presentaba.
     Hace unas semanas leí, finalmente, El capital en el siglo XXI, de un joven economista francés, Thomas Piketty. Logré comprar el libro pues hoy cuesta 800 pesos menos que cuando apareció su primera edición en castellano. Y es que los bolsillos individuales se comportan, a veces, contra toda teoría que intenta predecirlos. Piketty y su equipo han llevado a cabo —hasta donde es posible y lo permiten las fuentes disponibles— un laborioso trabajo de investigación acerca de la historia económica de algunos países, principalmente europeos, más China, Estados Unidos, España y algunos otros. Y ha obtenido conclusiones globales o generales a partir de su investigación. El libro es un buen ejemplo de atención intelectual y de humildad y flexibilidad científica, tan necesaria, esta última, para conocer sin tener que supeditarse a dogmas inmutables. Piketty carece —al menos en apariencia— de concepciones morales fuertes o de ideología, sin embargo los resultados de su investigación histórica son utilizados con el propósito de saber si el puro crecimiento económico, la libertad de mercado sin restricciones, las políticas económicas globales, y el estado, peso y distribución actual de la riqueza en el mundo, podrán en el futuro atenuar la desigualdad social que existe en nuestros días. “No”, se responde y de sus estudios se obtiene más bien la conclusión contraria. Es probable que la desigualdad social en el mundo se haga todavía más profunda.
     Fuera del valor y sustento histórico que, para la economía, posee el libro de Piketty, el desenlace de su planteamiento es ordinario y el mismo al que han llegado mis primas, la vecina suspicaz y el modesto comerciante que trabaja de la noche a la mañana: la riqueza (o capital) está mal distribuida, las herencias son injustas y si —entre otras medidas— no se aplican impuestos progresivos al ingreso y capital de los que más tienen, entonces mañana serán aún más ricos y la desigualdad social crecerá. En otra ocasión comentaré con calma el libro que tanta algazara ha causado. Pero quiero hacer mella en un asunto crucial del libro: Piketty desconfía de aquellos economistas que no ponen atención en el saber y la experiencia del resto de las ciencias sociales, e incluso le niega el estatuto de “ciencia” a la economía. Además, no desprecia la experiencia literaria y sabe que muchos novelistas nos dan noticias del estado económico, social y humano de su época: es probable que sus lecturas novelescas lo lleven a escribir en un lenguaje sencillo y comprensible. De alguna manera sigue el impulso de un Paul Feyerabend, aunque de manera más escolar. En fin, termino esta columna literaria con una sentencia de Piketty luego de revisar el estado de la renta que produce la propiedad y el capital acumulado por una minoría a lo largo de la historia: “El pasado devora al porvenir.”
      
Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 2 de febrero de 2015.

lunes, 12 de enero de 2015

TERRORISMO Y TRADUCCIÓN


Al enterarme del atentado sufrido por el semanario Charlie Hebdo, en París, a manos de terroristas, recordé uno de los principios que Hans Küng propuso para lograr la convivencia pacífica entre diversas religiones: la puesta en práctica de una ética global. En sus palabras: “No hay diálogo entre las religiones sin normas globales éticas.” Hans Küng es un teólogo suizo y un escritor de obra abundante de quien es muy sencillo tener noticias, así que no me extenderé en su biografía. Las víctimas del semanario Charlie Hebdo, son víctimas porque su vida ha sido trastornada de la noche a la mañana: o han muerto, o sus lesiones físicas los han convertido, para mal, en otras personas. En cambio, un dibujo satírico o una referencia burlesca a Mahoma ¿a qué musulmán mata? ¿Es capaz de causar daños sicológicos tan profundos que éstos transformen radicalmente y para mal la vida de un creyente ofendido? No podría responder con certeza a la segunda pregunta, aunque supongo que los extremistas encuentran en la mofa de sus símbolos religiosos una humillación insoportable. Sin embargo, yo no acepto comprender que a una caricatura o a una sátira de las costumbres —la que además encuentra, en el caso de Charlie Hebdo, su sentido en el arte— se le responda con el asesinato y el terror. No hay un punto de vista verdadero ni totalmente objetivo en este caso: es uno quien lo hace verdadero a partir de la propia convicción ética sumada a un esfuerzo de comprensión y tolerancia hacia las costumbres ajenas. La idea de una ética global, de Hans Küng marcha en esa dirección. El teólogo quiere que las religiones conversen porque sin diálogo no existe paz ni supervivencia. Y para ello cree necesaria la presencia de una ética global o universal. Ya Kant, en el sentido científico y estricto de la filosofía, había intentado dar con unos unos principios éticos universales. Y Richard Rorty había hecho lo suyo, pero anteponiendo la perspectiva, la conversación y la hermenéutica (o interpretación) a la ruda noción de una verdad universal que debía valer o imponerse a cualquier precio. No hay manera  —desde una perspectiva civil o secular— de justificar los crímenes a mansalva sucedidos en Francia. Y lo que Hans Küng persigue, en esencia, es la edificación de una especie de religión civil que ponga en la mesa normas globales éticas para la conversación entre religiones.
     Cito ahora textualmente algunas palabras y juicios extremos de Thomas Bernhard cuando le realizaron una entrevista en los años ochenta, poco antes de morir. “Un libro traducido es como un cadáver, mutilado por un coche hasta quedar irreconocible. La verdad es que los traductores son algo horrible. ¿Por qué traduce alguien? Debería escribir sus propias cosas. Traducir es un trabajo de criado.” ¿Qué se hace con esta clase de comentarios?, me pregunto. Ubicarlos en la circunstancia propia de un escritor que, además de crear obras importantes, goza siendo malvado a la hora de expresarse. ¿O acaso un grupo extremista de traductores tendría que haberlo asesinado? No necesito hacer la defensa de la traducción como estímulo necesario en el natural movimiento del lenguaje. Mas debo decir que quien traduce interpreta, coincide, disiente, acuerda, conversa e inventa un orden que le da sentido al vivir en comunidad. Casi todos los traductores de mis novelas a otros idiomas son mujeres, y he mantenido con ellas una charla constante comentando acerca de sus dudas o preguntas sin oponer ninguna resistencia: Nelly Lhermillier, Elena Rolla, Cristina Fradusco, Rinat Schnadower, Sabine Giensberg, Alice Rose Whitmore. Todas ellas son para mí una prueba de que el juicio de Bernhard es una tontería estética. Yo no sé leer en hebreo pero la conversación con Rinat me dejó en claro que teníamos coincidencias semánticas con respecto a mi novela. Y cuando la alemana, Sabine Giensberg, me dijo que antes de comenzar a traducirme hacía yoga y se relajaba para soportar mis exabruptos no me ofendí. Al contrario: me dio risa su método y aunque no podía yo creerlo, aceptaba que a ella su estrategia le daba resultados fructíferos. ¿Y a raíz de su comentario acerca de los traductores tendría yo que dejar de leer a Bernhard? Claro que no: ello sería una acción extrema y estúpida desde mi punto de vista. Me perdería a un escritor notable que en mi saber vale por una centena de escritores políticamente correctos. La idea de Küng sobre la convivencia entre religiones la ha respaldado cuando afirma, por ejemplo, que el Papa y la Iglesia católica no son infalibles y, por lo tanto, pueden ser objeto de crítica. Todos somos objeto de crítica, e incluso de burla: lo que somos o hacemos puede ser satirizado. Duele vivir.
       

Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 12 de enero de 2015.