miércoles, 25 de febrero de 2015

¿MI NOMBRE?


“Andamos a la buena de Dios. Pero andamos”, me ha dicho un pariente al que no veía hace un alto número de años. “No te preocupes, es Dios el que se ha quedado solo —le comenté, en tono de consuelo—, y se lo tiene muy bien ganado.” Yo pasé de ser ateo a sentir lástima por las divinidades. Así como veo al mundo, no hay nada más qué hacer: sentir piedad por los dioses en caso de que los haya. Y además de sentir conmiseración yo les llevaría ropa y comida, o les leería unas páginas de Leónidas Andreiev, pero no sé a dónde dirigirme. Les leería Los siete ahorcados, o representaría algunos fragmentos de su obra El que recibe las bofetadas, todo con el propósito de entretenerlos, pero, repito, no sé en dónde viven si es que viven. Mi pariente debió sospechar que estoy perdiendo la razón, pero ¿y quién no?, la razón está tan perdida como los pobres dioses. Y para rematar al efímero encuentro no logré, por más esfuerzos que hice, recordar el nombre de mi familiar. Sí, era un tío, hijo de la tía abuela María, hermana de mi abuela. Pero su nombre no se asomaba a mi mente. Es ya común que estas lagunas me visiten. Y en México las personas son muy susceptibles a estos descuidos. Tienes que conocer de memoria sus nombres y apellidos, aunque no los veas hace treinta años. De lo contrario acumulan un poco más de rencor contra ti y andan por allí despotricando contra uno. Hay que ser mañoso para que no se note tu amnesia. Yo he logrado sostener conversaciones de varias horas con personas cuyo nombre no recuerdo, y tampoco logro ubicar la procedencia de nuestra relación. He llorado en un bar por un amigo muerto al que no conocía, junto a su hermano a quien tampoco recordaba haber visto nunca. Y también llega a sucederme con personas muy cercanas; no pongo atención en sus particulares: para mí son manchas amigables que me despiertan ternura o una sonrisa. En Guadalajara un joven, por demás amable, estuvo a punto de golpearme porque no lo reconocí. “Mi padre es tal —me dijo—, y estuviste en nuestra casa cenando y bebiendo; ¿cómo es que no te acuerdas de mí?” ¿Qué reacción debe uno tener ante un reproche tan pertinente? Me sentía muy acongojado y opté por decir la verdad: “Es que conozco a mucha gente y me confundo.” Mi respuesta le pareció arrogante y se enfureció todavía más. Mil veces carajo. Tenía razón: no se puede tener respuesta para todo. Quien tiene respuestas a todos los cuestionamientos que se le hacen miente o es un vulgar especulador.  

     Cuando uno muda su mundo a la literatura, las personas dejan de ser reales. Los personajes ficticios toman el lugar de los seres de carne y hueso. El lenguaje se muestra en su amplitud inmensa y a la vez desoladora. No se puede jugar con las palabras sin correr riesgo alguno. Hay que pagar. Las palabras que, según el primer Wittgenstein (no el otro: el Wittgenstein arrepentido) son el dibujo que representa el mundo, sustituyen ese mundo y entonces, creo yo, uno comienza a perder los objetos reales, los nombres, los zapatos y a los amigos. A sufrir, no queda de otra. Con respecto a la ropa o al vestido me acontece algo parecido. No hay manera de vestirse bien: cuando pongo atención en el vestir de alguien y veo que ha puesto excesivo cuidado en las marcas y en la combinación de sus prendas, me embarga una súbita tristeza. ¿Por qué ese pobre hombre se afana mantener un aliño suntuoso en su persona si terminará como un chorizo seco? ¿No le basta sólo con bañarse? Y apenas dice algunas palabras descubre su pobreza íntima. No hace falta más que proferir dos o tres oraciones para que el hombre bien vestido luzca andrajoso y sucio. Y eso también se sufre. Al menos sufre quien lo escucha. Ojalá el mundo se concentrara en la escritura. Pero no es posible: el escritor debe hacer vida social y allí todo se va al abismo. Hay que aprenderse nombres y fechas, y comprarse de vez en cuando unos zapatos. Martin Amis delata a Isaac Asimov en Visitando a Mrs. Nabokov. Dice que Asimov escribía a un ritmo de seis libros por año. Y los cientos de páginas de su autobiografía los escribió en nueve meses. ¿Para qué necesitaba Asimov el mundo real? Para volverlo irreal. Nada más. 


Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 23 de febrero de 2015.

lunes, 2 de febrero de 2015

EL PASADO DEVORA AL PORVENIR


“Yo no tengo cifras ni datos. Tengo lecturas.” Fue la respuesta que dio un escritor al compañero de mesa que le pedía respaldar con estadísticas y “datos duros” sus opiniones sobre la sociedad y la economía. Yo asistí mudo a la conversación. Cada vez me inclinó más a participar con mi silencio. Pongo gran atención en la charla, pero estoy pensando en otros temas. Hablar es cansado y quizás sea una de las actividades de las que vaya yo a prescindir en un futuro próximo. Pero en la conversación citada es probable que, de haber participado, hubiera yo respondido: “No tengo cifras, ni datos, pero, además de lecturas, tengo ojos, intuición, sentimientos, familia, experiencia y un perro.” Habría mentido en lo relativo al perro, pero creo que tanto Porfirio como Isidoro de Sevilla, Borges y Georges Perec habrían desaprobado mi lista en caso de que no añadiera a ella un perro o una escolopendra.
     Los “datos duros”, ¿existen en realidad? Sí, como los patos, los fantasmas o las implosiones solares. Y no son precisamente “duros”, por cierto, sino algo blandos, como es todo aquello que pertenece al ámbito de lo humano, al lenguaje y a la interpretación. Su utilidad o pertinencia depende de cómo hayan sido ubicados en la conversación, el argumento o la controversia. Ya el sencillo hecho de mostrar ciertos datos en vez de otros revela la dirección interesada en que se marcha. Estos datos no dicen nada en sí mismos —son entelequias— hasta que uno los coloca dentro de un escenario con la finalidad de que posean algún sentido. Tales datos pueden tener significados opuestos y distintos dependiendo del escenario o del teatro en el que sean presentados. Cuando después de la aparición de su libro La estructura de las revoluciones científicas (1962), Thomas Kuhn fue acusado —por los científicos datos duros— de dejar a la ciencia sin objetividad, él reafirmó que la objetividad existía, sólo que estaba basada en juicios que dependían en mucho de la época en que se practicaba lo que hoy llamamos “ciencia.” Es decir, el teatro, el escenario o la plaza donde el dato duro representante de la objetividad se presentaba.
     Hace unas semanas leí, finalmente, El capital en el siglo XXI, de un joven economista francés, Thomas Piketty. Logré comprar el libro pues hoy cuesta 800 pesos menos que cuando apareció su primera edición en castellano. Y es que los bolsillos individuales se comportan, a veces, contra toda teoría que intenta predecirlos. Piketty y su equipo han llevado a cabo —hasta donde es posible y lo permiten las fuentes disponibles— un laborioso trabajo de investigación acerca de la historia económica de algunos países, principalmente europeos, más China, Estados Unidos, España y algunos otros. Y ha obtenido conclusiones globales o generales a partir de su investigación. El libro es un buen ejemplo de atención intelectual y de humildad y flexibilidad científica, tan necesaria, esta última, para conocer sin tener que supeditarse a dogmas inmutables. Piketty carece —al menos en apariencia— de concepciones morales fuertes o de ideología, sin embargo los resultados de su investigación histórica son utilizados con el propósito de saber si el puro crecimiento económico, la libertad de mercado sin restricciones, las políticas económicas globales, y el estado, peso y distribución actual de la riqueza en el mundo, podrán en el futuro atenuar la desigualdad social que existe en nuestros días. “No”, se responde y de sus estudios se obtiene más bien la conclusión contraria. Es probable que la desigualdad social en el mundo se haga todavía más profunda.
     Fuera del valor y sustento histórico que, para la economía, posee el libro de Piketty, el desenlace de su planteamiento es ordinario y el mismo al que han llegado mis primas, la vecina suspicaz y el modesto comerciante que trabaja de la noche a la mañana: la riqueza (o capital) está mal distribuida, las herencias son injustas y si —entre otras medidas— no se aplican impuestos progresivos al ingreso y capital de los que más tienen, entonces mañana serán aún más ricos y la desigualdad social crecerá. En otra ocasión comentaré con calma el libro que tanta algazara ha causado. Pero quiero hacer mella en un asunto crucial del libro: Piketty desconfía de aquellos economistas que no ponen atención en el saber y la experiencia del resto de las ciencias sociales, e incluso le niega el estatuto de “ciencia” a la economía. Además, no desprecia la experiencia literaria y sabe que muchos novelistas nos dan noticias del estado económico, social y humano de su época: es probable que sus lecturas novelescas lo lleven a escribir en un lenguaje sencillo y comprensible. De alguna manera sigue el impulso de un Paul Feyerabend, aunque de manera más escolar. En fin, termino esta columna literaria con una sentencia de Piketty luego de revisar el estado de la renta que produce la propiedad y el capital acumulado por una minoría a lo largo de la historia: “El pasado devora al porvenir.”
      
Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 2 de febrero de 2015.