miércoles, 27 de mayo de 2015

VUELTA ÉTICA


En ¿Qué son las revoluciones? Guy Davenport escribió: “No ha habido un solo minuto de paz en el mundo desde la batalla de Waterloo.” Davenport recién cumplió una década de estar muerto (Carolina del Sur; 1927-2005). Si se sopesa bien, decir que un muerto cumple años es algo absurdo y, sin embargo, es una cómoda costumbre que debe respetarse. Yo preferiría decir: “Hace diez años que Guy Davenport regresó a la eternidad”, pero sería un gesto grandilocuente. Lo que no me parece pedante es preguntarse qué son las revoluciones, sin adjudicarle demasiado dramatismo al cuestionamiento. Es verdad que un espíritu romántico desea que una revolución cambie de un momento a otro el curso de las cosas y que la mala vida se torne buena vida gracias a una acción humana de grandes dimensiones. El tiempo lineal nos da sus propias respuestas y una de ellas es que los años en la vida de un ser humano representan una diminuta nube de polvo en el movimiento de las sociedades. Hace ciento cincuenta años murió Henry David Thoreau y sus conceptos y acciones relativas a la desobediencia civil, como una manera de oponerse a un gobierno que pregonaba la guerra, son actuales e incluso novedosas. En cambio, si caigo en la cuenta de que ha pasado siglo y medio desde la muerte de Thoreau, no puedo dejar de observar que durante ese tiempo caben a la perfección dos vidas largas y productivas. Durante ese lapso de tiempo me puedo morir dos o hasta tres veces.
     “Todas las guerras son peleadas por niños”, escribe Davenport citando un poema de Melville. Los generales mueren en la cama o en un sillón calentando su copa de coñac, mientras que los más jóvenes son lanzados a guerras que no comprenden. Y una mañana están frente a otro niño que no conocen y deben hacerle daño, matarlo si es posible, para hacer aún más enredado e incomprensible el conflicto en el que de pronto se vieron involucrados. Tal es la continua tragedia que acecha a los humanos por más que consideren haber llegado a algún estado de sabiduría a lo largo de su vida. Es posible que la única revolución que jamás haya tenido lugar sea la Revolución Francesa. Y su fracaso es suficiente para que más de dos siglos parezcan tan inanes e insustanciales en la historia de la especie humana (a la hora de aquilatar el concepto de progreso social). El hombre libre y solidario que vive en equidad económica bajo un régimen de armonía legal no se ha extendido. Quizás viva en Dinamarca o Islandia, pero no en Honduras ni en Grecia. La transformación del bien en mal por obra de la acción humana no se da de la noche a la mañana y en toda revolución se cometen injusticias y barbaridades. El tiempo del individuo se consume aceleradamente y su destino es el de encarnar en un ser socialmente incompleto: toda revolución es parcial, accidentada, compleja, confusa y dispersa. Al final de ella, un grupo o un tirano toman las riendas de la confusión e instauran un paraíso destinado sólo a unos cuantos privilegiados.
     “Yo creo que necesitamos una revolución —escribió Davenport—, aquí, ahora. Quiero que seamos un pueblo libre, feliz y sabio. Pero cómo vamos a lograrlo, no lo sé.” Y después de lamentarse del progreso ficticio de su sociedad, de la corrupción de los gobiernos y de la sórdida irrupción de la tecnología en la vida de personas que apenas si comprenden que poseen derechos, el escritor estadunidense describe una utopía: “Como no tengo ninguna revolución racional que ofrecerles, sugiero optar por la erewhoniana (alusión a la sátira Erewhon, de Samuel Butler). Rescaten su cuerpo del cautiverio del automóvil; rescaten su imaginación del aparato de televisión; rescaten sus habilidades manuales de los fabricantes; rescaten sus mentes de los argumentos de la necesidad; rescaten la paz de la guerra perpetua; rescaten sus vidas: son suyas.”
    El ritmo de mastodonte con que avanzan las sociedades hacia un horizonte de justicia y felicidad —si es que hacia allá avanzan— se tomará la vida de varias generaciones de seres humanos. Entre tanto, la vida propia y personal se consume y es ella la que exige una revolución, un cambio en la mirada de las cosas, una crítica y una vuelta ética. Y todo ello mientras los niños siguen haciendo la guerra o practicando negocios turbios (que es otra manera de hacer guerra y aniquilar a los ejércitos de pobres que vagan por nuestro extenso campo de batalla).   

Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 25 de mayo de 2015.

ESCONDERSE


¿Qué puede llevar a un hombre a salir de su casa todas las noches y visitar antros, bares, casas desconocidas, entablar conversación con extraños, despertar en camas ajenas y beber toneladas de licor hasta delirar y convertirse en una versión disparatada de sí mismo? No puede ser sólo el afán de divertirse o de obtener placer; es también o sobre todo el impulso el que lo mueve a la aventura y a la travesía nocturna. “De la destrucción nacerá la primavera.” Esta exclamación de Holderlin expresa la esencia de la voluntad heroica que mueve al conocimiento del mundo y de uno mismo. Cuando uno vuelve de madrugada o días después de un periplo lúdico tiene la sensación de que ha vuelto material y simbólicamente de una batalla en la que destruirse es un rasgo fundamental de la victoria. ¿Y qué escenario más adecuado para el combate heroico que la noche? Todos los caminos románticos conducen hacia la autodestrucción, concluye Rafael Argullol y tal afirmación no puede ser más certera. El sencillo hecho de ver pasar el tiempo nos consume, pero el sentimiento trágico que en algunos provoca la caída en el tiempo o el continuo desvanecerse en vida hace más evidente el final. El romántico busca adelantar la muerte, provocarla, para así vivirla en un instante en el cual se condense la vida. Tal instante puede ser una noche de juerga, una visita hacia las entrañas nocturnas o los bajos fondos de la ciudad. La religión individual que profesa el aventurero nocturno es lúdica y se halla expuesta a múltiples vaivenes; el vagabundo romántico suele abominar de los planes premeditados y se interna, como el guerrero quijotesco, en busca de delirios que se tornan reales y peligrosos. Para Holderlin, la vida planeada, serena y sin sobresaltos era una vida muerta; Dostoiewski detestaba las ciencias naturales y las acusaba de haberle echado a perder la vida; John Keats, como sabemos, odiaba las matemáticas y el agrimensor de El Castillo, creado por Kafka, consumía sus días sin medir ningún espacio ni realizar cálculo alguno. El Espíritu romántico avanza lejos del orden y repudia la medida precisa, se resiste a habitar un mundo explicado y prefiere vivir la naturaleza que conquistarla. En todo caso sus conquistas son golpes de efecto, guiños, simulacros. Por ello la travesía nocturna pasa del levante a la deriva, del estruendo a la calma. Los bajos fondos de una ciudad inmensa, sus drenajes borrachos y las coladeras negras y festivas animan tal travesía y la estimulan. Y cada vez que un escritor, un artista o cualquier persona más afortunada se vanagloria de haber navegado en esa oscuridad urbana y metafísica continúa el camino trazado por los románticos de todos los tiempos. La ciudad de México es, debido a sus dimensiones, una estación en el infierno y también una fuente de vida. Ninguna razón prudente podría explicar el hecho de su supervivencia. El historiador Antonio García Cubas aludía con dolor a los pendencieros, ladrones y basura humana que una vez apagado los faroles de los balcones y comercios transitaban por las calles oscuras de la ciudad a finales del siglo XVIII. Ha sido un largo transitar desde entonces y en ese camino la mancha urbana ha crecido hasta ahorcar y acabar con una ciudad de dimensiones humanas.
     La gran ciudad hoy se ha tornado monstruosa como concepto, aunque habitable si uno conoce el paradero de sus escondites o remansos. La calma soterrada convive hoy con la tragedia repentina y para quien haya vivido a fondo la ciudad no habrá más posibilidad de distancia: a una exaltación de aventura se une la conciencia de la pérdida y el terror. Isaiah Berlin al referirse a los románticos dice que éstos “oscilan entre dos extremos: el de un optimismo místico y el de un pesimismo aterrador; y esto provoca que sus escritos sean de calidad desigual.” Berlin tiene razón, la enfermedad y la salud son los polos del espíritu romántico y la ciudad de los tres siglos recientes el más importante escenario de su actuación. Tal vez el momento de esconderse y dejar de aventurarse en la noche y en la calle sitiada por extraños ha llegado. Si no para la época actual, al menos para mí.             

Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 11 de mayo de 2015.

MI TÍA EN CALIFORNIA


A la casa de mi abuela llegaba a visitarnos una mujer blanca, joven, delgada, guapa y de boca pequeña y gestos delicados. Era la tía Rosario a la que todos en mi familia conocíamos como la tía Chayo. Ella vivía en Estados Unidos, había nacido allá y su español era gracioso, accidentado, pero fluido. Yo tendría alrededor de ocho años y estaba enamorado de ella. Nos visitaba una vez al año por lo que yo aguardaba su visita, ansioso y —fiel desde entonces a mi carácter—, temeroso de que ella suspendiera su viaje. Navidad, la celebración de un cumpleaños o la llegada de los Reyes Magos resultaban tonterías y estúpidas invenciones humanas comparadas con la llegada de la tía Chayo. Cuando mi familia dejó la casa de mi abuela para mudarse al sur de la ciudad la ilusión desapareció, la tía ya no regresó a México y fue olvidada, la fétida turbulencia de la adolescencia me absorbió, la escuela, el nuevo barrio, las peleas a puño limpio en mi escuela; en fin, hasta que a mis dieciocho años tomé la decisión de viajar a Estados Unidos. Nadie en mi familia, excepto mi abuela, había viajado al extranjero, mas todos estuvieron de acuerdo en que debería hospedarme en la casa de la tía Chayo, en Stockton, California. Cuando la tía fue a recibirme al aeropuerto de San Francisco, más bella y amable de lo que yo recordaba, sufrí una conmoción interior que ella debió descubrir en mi gesto tarado y en mi balbucear enfermo. Noté sus senos breves, dibujados en su vestido de tela y supe que mi vida cambiaría y que la novedad del viaje a California pasaba a un segundo término. Había llegado al lado de mi amada tía y el sólo estar cerca de ella me convertía en su monaguillo, en su mono palafrenero, en su ujier inesperado e impaciente de servirla. En seguida me enteré de que trabajaba en el servicio postal de la ciudad, que tenía un niño de siete años, hijo de un hombre que la había abandonado, un pretendiente cuyas visitas a su casa eran semanales y un hermano, héroe de la guerra de Vietnam y borracho que la explotaba abusando de su generosidad y amor de hermana. La realidad nos imponía su manto gris e inevitable, pero mi amor por ella continuó y cuando el hijo dormía, o el hermano borracho se quedaba tirado en el jardín o en un bar, ella y yo conversábamos hasta entrada la madrugada, me permitía ver sus piernas y sentarme cerca de ella, tocarla y entrar a su recámara.
     Algún día escribiré la historia completa, me la contaré a mí mismo para entrar de nuevo a aquella casa de madera, amplio porche y jardín, en Stockton, y visitar de nuevo a mi tía. Por ahora escribo esta nota como apostilla imaginaria a la lectura que acabo de hacer de una novela que en los años cincuenta vendió millones de ejemplares y que narra la historia de un huérfano que es puesto al cuidado de una tía excéntrica y fuera de lo común. Me refiero a La tía Mame, de Patrick Dennis, escritor estadunidense que muriera hace ya casi cuarenta años. No me resulta difícil descubrir por qué la novela fue, en un principio, rechazada por tantas editoriales. El humor excedido, la pantomima, el dibujo pantagruélico y desorbitado de una mujer en apariencia chiflada y que de pronto tiene a su cargo la educación de un niño sensible y observador, no debieron convencer a la crítica de su tiempo. El humor es un arma literaria muy delicada la cual sólo unos cuantos logran dominar. La risa asusta y avergüenza. El crítico y el intelectual que ríe se ven a sí mismos como monos (a no ser que estén ebrio). Al leer esta novela y conocer la historia de su publicación no puedo evitar recordar La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, cuyo autor se suicida cuando su novela es rechazada por un número respetable de editores. Todos conocemos la historia trágica de Kennedy Toole, y también hemos reído, al menos yo, y generosamente, al leer las páginas de su novela. En cambio Patrick Dennis vivió y disfrutó la fama de su creación. Su novela tiene pasajes llenos de pericia y humor, y otros que exceden la mesura al mismo tiempo que la calidad literaria y, por lo tanto, pierden fuerza y se transforman en humor ordinario. No me arrepiento de haber leído esta novela porque además de tejer en el comienzo una narrativa sutil y cuya sencillez es notable (pese a los excesos posteriores), me ha recordado que existe una comunidad de tías hermosas que están dispuestas a hacer más amable la vida y la literatura. Yo he sido beneficiado en ambos aspectos por ellas.

Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 23 de junio de 2014.

lunes, 25 de mayo de 2015

EL COPILOTO LUBITZ


En el aeropuerto, de pie en las salas de espera, casi nunca sentado, aguardo la llegada de la tripulación con el único propósito de escrutar la cara y el semblante de los pilotos. A veces no es posible porque ellos se encuentran ya dentro de la cabina y no hay manera de echarles una ojeada. Cuando era yo más joven, las aeromozas concentraban toda mi atención durante los vuelos y no tenía ojos más que para ellas. Soñaba con que una turbulencia lanzara a las azafatas a mis brazos. Sin embargo, los pilotos me son también interesantes como objeto de auscultación pues de ellos depende mi vida y de alguna manera toman en mi imaginación el papel de héroes: hombres diestros y preparados que llevarán la nave cargada de desconocidos a tierra firme. Conducir la nave a diez mil metros de altura entre las nubes, climas hostiles, vientos irascibles y luego descender suavemente hasta tocar tierra y detenerse, es una acción que me produce todavía una admiración infantil. No veo a los pilotos como a simples empleados de una compañía aérea, sino como valientes y experimentados capitanes Ahab surcando los siete cielos.
     Un piloto de alcohólica apariencia me da, por lo regular, confianza; se requiere un par de tragos para darse valor y echar a volar esas toneladas de metal. Los pilotos viejos merecen el mayor de mis respetos, y si parecen amargados y gruñones, entonces tengo la certeza de que el avión es guiado por muy buenas manos. En cambio, albergo serias dudas de los jóvenes, rasurados, perfumados, blancos como un espárrago, tatuados por una sonrisa inmóvil y que a la menor oportunidad se dirigen a los pasajeros, ya sea con el fin de señalarles que a la izquierda del avión se encuentra el volcán Popocatépetl, o para narrarles los pormenores del vuelo. Su afán de monologar por el micrófono teniendo a los pasajeros de rehenes me despierta un profundo terror. Como es evidente, todas estas son fobias y manías personales y que, probablemente, nadie compartirá conmigo.
    La nariz roja de Boris Yeltsin, por ejemplo, me inspiraba confianza. (¿Qué ebrio inteligente va a permitir que la izquierda tiránica se obstine en gobernar nuestros actos?) Los políticos se asemejan a los pilotos vía la analogía —bastante demacrada— de llevar la nave por buen rumbo. ¿Por qué tiene que ser joven un gobernante? Existe la creencia en exceso trivial de que los jóvenes traen consigo nuevas ideas y de que ellos mismos encarnan el futuro, y por lo tanto se les permite tomar las riendas. Nada es tan absurdo como eso. La juventud no es señal de sabiduría, buen tino ni renovación ideológica. Hay viejos que ostentan posturas novedosas a la hora de enfrentar los dilemas públicos. Yo doy mi voto porque los gobernantes sean en su mayoría casi ancianos; aunque sabios y prudentes, claro. Y si dan órdenes desde unas silla de ruedas no me importa. Doy ahora una definición de sabiduría, tomada de R. Rorty: “Reservamos el término sabio para aquellos que logran combinar una gran originalidad con una gran tolerancia.” Es obvio que a la originalidad y tolerancia habría que agregarle “conocimiento del mundo, de la naturaleza humana y de la actividad que se desempeña.” Nada dice esta definición de la juventud, la fortaleza física o la salud. El sabio sabrá si posee la salud suficiente para realizar un determinado acto o continuar en el cargo.
    Hace varios días un avión se estrelló en los Alpes (algún personaje decía en una novela de Paul Theroux que si los Alpes hubieran sido diseñados por los suizos, serían planos). La mayoría de las versiones dicen que el copiloto de la línea Germanwings, Andreas Lubitz, de 27 años, enfiló el avión hacia las montañas con el propósito de suicidarse, afectado por una seria depresión o enfermedad mental. La publicación Der Spiegel ha afirmado llanamente que el joven copiloto estaba loco. Los alemanes no tienen mucha capacidad para reconocer a los locos, pero después de 1945 han aprendido un poco (no lo suficiente). Me ha llamado la atención el hecho ya que mi interés por los pilotos aéreos pasa justamente por esta historia. La tecnología parece no servir en casos de depresión y locura ya que un copiloto con el síndrome de Dostoiewski puede llevarse a la tumba 150 personas sin que los sistemas de precaución tanto en tierra como aire lo puedan evitar. Mas eso no es asunto de mi competencia. Cada vez que nos ponemos en manos de un guía o un político éste puede resultar ser un Lubitz y llevarnos al agujero a todos. De pronto un joven secretario de hacienda entra en una turbulencia menor y decide recortar el gasto público sin percatarse de que los pasajeros afectados serán millones de personas. Un Lubitz, sin duda. ¿Y quien detecta su mortal afección? Nada puede hacerse. Estamos en manos de un ejército de Lubitz. Y los Alpes nos esperan.      
      
                   
Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 30 de marzo de 2015.

LA FORMA DE LAS NUBES


Es probable que Slavoj Zizek sea uno de los filósofos más exhibicionistas y menos profundos que he leído. Ello no significa que no pueda llegar a ser ameno o que ciertos pasajes o disertaciones alrededor de un tema carezcan de interés. Su vistosa actualidad, sus referencias al cine y su retórica especulativa lo auxilian en la construcción de su celebridad. Que un escritor metido a la filosofía sea famoso no es mal negocio. Al contrario: su lectura, aun causada por el morbo y el ruido comercial, será casi siempre provechosa. Que no sepamos exactamente qué es lo que hace cuando escribe parece algo secundario. Si uno mantiene la calma es probable que el movimiento especulativo de su escritura produzca alguna disertación con sentido o brillo. A Michel Foucault se le señalaba como un transgresor del género académico. Se comportaba como un historiador, un sociólogo, un filósofo y un crítico de la cultura sin que ello restara calidad o dirección a sus libros. No era un émulo del caos como Zizek. La filosofía no siempre mantiene la obsesión por la verdad o la certeza lógica. También es un ejercicio que busca construir preguntas, o una manifestación de un temperamento y estilo literario.
    No desprecio el desorden reflexivo o la digresión temática como medios o manifestaciones de la creatividad. Desde Montaigne hasta Peter Sloterdijk hemos leído a ensayistas y filósofos que se han beneficiado de esta vagancia del pensamiento. Lo que me molesta de Zizek es que sea un espejismo y una alegoría que se agota una vez que el brillo de su esgrima intelectual se desvanece. No estamos ante un pensador de la nada, sino ante la nada misma. Juez y parte de una época entregada a la pantalla. Sus lectores se sienten confortados porque en vez de enfrentarse a una pura cultura libresca se encuentran a cada dos pasos con referencias al cine. Y en ello Zizek es abusivo: no se detiene a la hora de descubrir la verdad o el sentido de una película que él interpreta con la firmeza de un sádico e inquisidor parcial. Impone a las obras cinematográficas un carácter de objetividad que no tienen y es experto en edificar una capa secundaria que nos ofrece un mensaje que se supone él descubre. Y el lector, embelesado, se entrega a la especulación de artificio, a la verdad que el mago obtiene de su chistera en espera del aplauso inevitable.
     En la lectura de Acontecimiento (editorial Sexto Piso) me ha acosado el constante sentimiento de estar siendo engañado. He tomado la lectura con el sentido del humor necesario y he intentado leer sin prejuicios. Y, no obstante mi buen ánimo, termino agotado e incluso mal humorado cuando leo —por ejemplo— que el escritor sugiere al Parménides como el mejor diálogo de Platón. Dudo que Foucault e incluso Baudrillard (tan espectacular en sus conclusiones y tan seducido por las palabras) hubieran llegado a realizar esta clase de valoración mercadotécnica: el mejor, el número uno, el verdadero y único. No quisiera ensañarme con el escritor esloveno señalando meros pasajes o haciendo énfasis en un par de páginas. Sería una crítica injusta y además imposible de llevar a cabo en esta escueta y breve nota. Pero me resulta evidente la intención general de esta obra en particular: inventar un concepto (el Acontecimiento) con el único fin de ejercer la especulación, la literatura, la crítica de cine y de practicar gimnasia en el campo de una imaginación desbocada. Tengo la impresión de que al leer sus libros los lectores estamos pagando su formación. Zizek escribe guiones para desarrollar conceptos al vapor. Preguntarse “¿Cuándo tuvo lugar el acontecimiento?”, es aparte de una pregunta sin sentido, una argucia taquillera. (Por lo demás, la editorial Sexto Piso ha publicado a autores como John Gray, Alberto Caraco, y otros —incluso Giorgio Agamben— que me parecen sólidos y provechosos).   
     No me molestan las constantes citas o alusiones a Hegel o a Lacan en el citado libro de Zizek porque sigo pensando que somos enanos en hombros de gigantes (pese a que la obra de Lacan, en lo personal, me sea prescindible) y que la búsqueda de un fundamento proviene de la lectura de los filósofos que nos precedieron. Me hartan las referencias al cine venidas de la nada, consecuencia de un impulso más que de una estrategia. ¿Libertad o barullo? El sicoanálisis tampoco me interesa gran cosa y creo a grandes rasgos que quien haya leído a fondo a Schopenhauer puede prescindir de Freud, no obstante que todo lo sabemos entre todos. Sloterdijk, Rorty, Nagel, Gadamer y tantos otros filósofos se hallan a la espera de ser leídos y comprendidos hasta donde sea posible. Como apostilla a favor de Slavoj Zizek diré que su escritura es creativa y que al menos pone a cierta clase de lectores a pensar: es culto y entretenido, es audaz y buen creador de metáforas. Quizás algún día sea un filósofo.  

Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 1 de diciembre de 2014.