lunes, 25 de mayo de 2015

EL COPILOTO LUBITZ


En el aeropuerto, de pie en las salas de espera, casi nunca sentado, aguardo la llegada de la tripulación con el único propósito de escrutar la cara y el semblante de los pilotos. A veces no es posible porque ellos se encuentran ya dentro de la cabina y no hay manera de echarles una ojeada. Cuando era yo más joven, las aeromozas concentraban toda mi atención durante los vuelos y no tenía ojos más que para ellas. Soñaba con que una turbulencia lanzara a las azafatas a mis brazos. Sin embargo, los pilotos me son también interesantes como objeto de auscultación pues de ellos depende mi vida y de alguna manera toman en mi imaginación el papel de héroes: hombres diestros y preparados que llevarán la nave cargada de desconocidos a tierra firme. Conducir la nave a diez mil metros de altura entre las nubes, climas hostiles, vientos irascibles y luego descender suavemente hasta tocar tierra y detenerse, es una acción que me produce todavía una admiración infantil. No veo a los pilotos como a simples empleados de una compañía aérea, sino como valientes y experimentados capitanes Ahab surcando los siete cielos.
     Un piloto de alcohólica apariencia me da, por lo regular, confianza; se requiere un par de tragos para darse valor y echar a volar esas toneladas de metal. Los pilotos viejos merecen el mayor de mis respetos, y si parecen amargados y gruñones, entonces tengo la certeza de que el avión es guiado por muy buenas manos. En cambio, albergo serias dudas de los jóvenes, rasurados, perfumados, blancos como un espárrago, tatuados por una sonrisa inmóvil y que a la menor oportunidad se dirigen a los pasajeros, ya sea con el fin de señalarles que a la izquierda del avión se encuentra el volcán Popocatépetl, o para narrarles los pormenores del vuelo. Su afán de monologar por el micrófono teniendo a los pasajeros de rehenes me despierta un profundo terror. Como es evidente, todas estas son fobias y manías personales y que, probablemente, nadie compartirá conmigo.
    La nariz roja de Boris Yeltsin, por ejemplo, me inspiraba confianza. (¿Qué ebrio inteligente va a permitir que la izquierda tiránica se obstine en gobernar nuestros actos?) Los políticos se asemejan a los pilotos vía la analogía —bastante demacrada— de llevar la nave por buen rumbo. ¿Por qué tiene que ser joven un gobernante? Existe la creencia en exceso trivial de que los jóvenes traen consigo nuevas ideas y de que ellos mismos encarnan el futuro, y por lo tanto se les permite tomar las riendas. Nada es tan absurdo como eso. La juventud no es señal de sabiduría, buen tino ni renovación ideológica. Hay viejos que ostentan posturas novedosas a la hora de enfrentar los dilemas públicos. Yo doy mi voto porque los gobernantes sean en su mayoría casi ancianos; aunque sabios y prudentes, claro. Y si dan órdenes desde unas silla de ruedas no me importa. Doy ahora una definición de sabiduría, tomada de R. Rorty: “Reservamos el término sabio para aquellos que logran combinar una gran originalidad con una gran tolerancia.” Es obvio que a la originalidad y tolerancia habría que agregarle “conocimiento del mundo, de la naturaleza humana y de la actividad que se desempeña.” Nada dice esta definición de la juventud, la fortaleza física o la salud. El sabio sabrá si posee la salud suficiente para realizar un determinado acto o continuar en el cargo.
    Hace varios días un avión se estrelló en los Alpes (algún personaje decía en una novela de Paul Theroux que si los Alpes hubieran sido diseñados por los suizos, serían planos). La mayoría de las versiones dicen que el copiloto de la línea Germanwings, Andreas Lubitz, de 27 años, enfiló el avión hacia las montañas con el propósito de suicidarse, afectado por una seria depresión o enfermedad mental. La publicación Der Spiegel ha afirmado llanamente que el joven copiloto estaba loco. Los alemanes no tienen mucha capacidad para reconocer a los locos, pero después de 1945 han aprendido un poco (no lo suficiente). Me ha llamado la atención el hecho ya que mi interés por los pilotos aéreos pasa justamente por esta historia. La tecnología parece no servir en casos de depresión y locura ya que un copiloto con el síndrome de Dostoiewski puede llevarse a la tumba 150 personas sin que los sistemas de precaución tanto en tierra como aire lo puedan evitar. Mas eso no es asunto de mi competencia. Cada vez que nos ponemos en manos de un guía o un político éste puede resultar ser un Lubitz y llevarnos al agujero a todos. De pronto un joven secretario de hacienda entra en una turbulencia menor y decide recortar el gasto público sin percatarse de que los pasajeros afectados serán millones de personas. Un Lubitz, sin duda. ¿Y quien detecta su mortal afección? Nada puede hacerse. Estamos en manos de un ejército de Lubitz. Y los Alpes nos esperan.      
      
                   
Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 30 de marzo de 2015.