miércoles, 27 de mayo de 2015

MI TÍA EN CALIFORNIA


A la casa de mi abuela llegaba a visitarnos una mujer blanca, joven, delgada, guapa y de boca pequeña y gestos delicados. Era la tía Rosario a la que todos en mi familia conocíamos como la tía Chayo. Ella vivía en Estados Unidos, había nacido allá y su español era gracioso, accidentado, pero fluido. Yo tendría alrededor de ocho años y estaba enamorado de ella. Nos visitaba una vez al año por lo que yo aguardaba su visita, ansioso y —fiel desde entonces a mi carácter—, temeroso de que ella suspendiera su viaje. Navidad, la celebración de un cumpleaños o la llegada de los Reyes Magos resultaban tonterías y estúpidas invenciones humanas comparadas con la llegada de la tía Chayo. Cuando mi familia dejó la casa de mi abuela para mudarse al sur de la ciudad la ilusión desapareció, la tía ya no regresó a México y fue olvidada, la fétida turbulencia de la adolescencia me absorbió, la escuela, el nuevo barrio, las peleas a puño limpio en mi escuela; en fin, hasta que a mis dieciocho años tomé la decisión de viajar a Estados Unidos. Nadie en mi familia, excepto mi abuela, había viajado al extranjero, mas todos estuvieron de acuerdo en que debería hospedarme en la casa de la tía Chayo, en Stockton, California. Cuando la tía fue a recibirme al aeropuerto de San Francisco, más bella y amable de lo que yo recordaba, sufrí una conmoción interior que ella debió descubrir en mi gesto tarado y en mi balbucear enfermo. Noté sus senos breves, dibujados en su vestido de tela y supe que mi vida cambiaría y que la novedad del viaje a California pasaba a un segundo término. Había llegado al lado de mi amada tía y el sólo estar cerca de ella me convertía en su monaguillo, en su mono palafrenero, en su ujier inesperado e impaciente de servirla. En seguida me enteré de que trabajaba en el servicio postal de la ciudad, que tenía un niño de siete años, hijo de un hombre que la había abandonado, un pretendiente cuyas visitas a su casa eran semanales y un hermano, héroe de la guerra de Vietnam y borracho que la explotaba abusando de su generosidad y amor de hermana. La realidad nos imponía su manto gris e inevitable, pero mi amor por ella continuó y cuando el hijo dormía, o el hermano borracho se quedaba tirado en el jardín o en un bar, ella y yo conversábamos hasta entrada la madrugada, me permitía ver sus piernas y sentarme cerca de ella, tocarla y entrar a su recámara.
     Algún día escribiré la historia completa, me la contaré a mí mismo para entrar de nuevo a aquella casa de madera, amplio porche y jardín, en Stockton, y visitar de nuevo a mi tía. Por ahora escribo esta nota como apostilla imaginaria a la lectura que acabo de hacer de una novela que en los años cincuenta vendió millones de ejemplares y que narra la historia de un huérfano que es puesto al cuidado de una tía excéntrica y fuera de lo común. Me refiero a La tía Mame, de Patrick Dennis, escritor estadunidense que muriera hace ya casi cuarenta años. No me resulta difícil descubrir por qué la novela fue, en un principio, rechazada por tantas editoriales. El humor excedido, la pantomima, el dibujo pantagruélico y desorbitado de una mujer en apariencia chiflada y que de pronto tiene a su cargo la educación de un niño sensible y observador, no debieron convencer a la crítica de su tiempo. El humor es un arma literaria muy delicada la cual sólo unos cuantos logran dominar. La risa asusta y avergüenza. El crítico y el intelectual que ríe se ven a sí mismos como monos (a no ser que estén ebrio). Al leer esta novela y conocer la historia de su publicación no puedo evitar recordar La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, cuyo autor se suicida cuando su novela es rechazada por un número respetable de editores. Todos conocemos la historia trágica de Kennedy Toole, y también hemos reído, al menos yo, y generosamente, al leer las páginas de su novela. En cambio Patrick Dennis vivió y disfrutó la fama de su creación. Su novela tiene pasajes llenos de pericia y humor, y otros que exceden la mesura al mismo tiempo que la calidad literaria y, por lo tanto, pierden fuerza y se transforman en humor ordinario. No me arrepiento de haber leído esta novela porque además de tejer en el comienzo una narrativa sutil y cuya sencillez es notable (pese a los excesos posteriores), me ha recordado que existe una comunidad de tías hermosas que están dispuestas a hacer más amable la vida y la literatura. Yo he sido beneficiado en ambos aspectos por ellas.

Columna: TERLENKA. EL UNIVERSAL, 23 de junio de 2014.