viernes, 30 de octubre de 2015

BENDITA ESCORIA

--> El odio es una hermosa pista de patinaje. Y si careces de la mínima destreza para mantenerte erguido en su superficie entonces aléjate de la pista. De lo contrario te la pasarás de nalgas buena parte de la vida. Administrar el odio es una virtud y una habilidad invaluable. Yo odio casi todo lo que se mueve. Sospecho que, tarde o temprano, el movimiento te causará daño. Sé que la quietud y los objetos inmóviles pueden llegar también a enloquecerte, pero enloquecer puede ser considerado un atributo y un camino a la libertad. Ningún cerebro piensa normalmente: eso es una invención. La normalidad es una patraña que inventan los tiranos de toda clase.
     Estoy escribiendo ahora de manera algo abstracta, cuando en realidad el odio más genuino es el que te despiertan los seres concretos o de carne y hueso. Desde Aristófanes, pasando por los filósofos medievales como Guillermo de Occam, hasta Wittgenstein y los lingüistas modernos, sabemos que una cosa es la belleza y otra muy diferente son los objetos bellos. Yo, amante del odio, detesto la tacañería, pero la palabra tacañería pierde peso y abstracción cuando te enfrentas a un tacaño en persona. Carajo. Me entran unos peligrosos deseos de estrangularlo. Los tacaños de carne y hueso, de pelo y zapato, emergen del vientre de una rata muerta (allí duermen), son como el estornudo de un moribundo, y cuentan sus monedas como los últimos pelos del cráneo. Me son hostiles, mas como afirmé en un principio sé patinar con tranquilidad en pistas riesgosas. Los dejo pasar y continuar con su misión de hacernos la vida más amarga. No amo a mis semejantes porque no son mis semejantes, quiero decir.
     Es un lugar común —y por ello casi inobjetable—, decir que uno bebe con el fin de soportar a los antipáticos y volverlos más agradables. No hay nada tan serio y cierto. Sin embargo, yo no necesito beber para aminorar el odio. Sonreír no es aceptar. Llevo a grados de enfermedad la cortesía y la capacidad de desatenderme. Y, pese a mis precauciones, los tacaños, los políticos retóricos, los emprendedores idiotas, los puritanos y vigilantes de la moral ajena, me despiertan no ganas de beber, sino de lanzar un par de puñetazos a sus concretas barbillas. Si estos personajes, que han nacido odiosos, me despertaran deseos de echarme un trago correría primero a estrecharles la mano: “Benditos sean, jodidos miserables, escoria, por sembrar en mí los deseos de embriagarme.” E.M. Cioran consideraba normal odiar a la mayoría de sus contemporáneos. No quisiera dudar aquí del odio que consumía al escritor rumano a quien, por fortuna, no conocí en persona. Y no obstante que admiro sus libros dudo mucho que haya odiado con tanta energía como yo lo hago (exagero, seguramente). Cioran era tan buen escritor que no podía odiar con profundidad. La buena literatura limpia el excusado a donde van a acabar las pasiones. Y eso no tiene vuelta.