jueves, 29 de octubre de 2015

CHINCHES Y LOBOS

“Si el hombre no comiera carne no habría soldados.” “Los hombres que comen carne han de pensar y actuar con avidez de sangre.” Leí lo anterior en una novela de Georg Groddeck. Y me dije: es verdad. También pensé que una guerra entre vegetarianos podría ocurrir. Las papas contra las lechugas. De todos modos sería una guerra sangrienta porque los contrincantes no se arrojarían papas, sino que se matarían entre sí usando armas: desde cuchillos cebolleros hasta Kalashnikov. La famosa sentencia de Hobbes: “El hombre es el lobo del hombre”, podría reducirse a: “El hombre es el lobo.” Y ya. Nadie es el lobo más que el hombre. Fue lo que dije en una entrevista a una mujer madura que me miraba con cierta repugnancia. Ella vivía en Polanco y el tráfico que había encontrado para llegar a la entrevista la había puesto de muy mal humor. Entrevistar a un escritor detestable es una cosa, pero atravesar la ciudad —es decir: Polanco— era ya demasiado esfuerzo. Al principio de la charla confundí su repugnancia con una torva curiosidad, pero cuando terminamos, ella me dijo abiertamente: “Todo lo que usted dice se debe a que no tiene hijos. El mundo es negro e inhóspito para usted por esa razón. Si tuviera un hijo el mundo se iluminaría.” Tal cosa dijo. Yo enmudecí durante algunos segundos antes de decir tímidamente: “Hace poco hubo una plaga de chinches en Polanco, estaban en todos lados, las chinches.” Era verdad puesto que lo había leído en el periódico; y como yo pertenezco a la vieja guardia de los vivos creo que todo lo que leo es verdad, incluso si viene en sánscrito.
     Cuando digo “verdad”, me refiero, por supuesto, a una forma depurada de la mentira, es todo. ¿Por qué pensé en las chinches? Porque en ese momento una aguda picazón atacó mi brazo derecho. Me rasqué, discretamente. Entonces recordé a Juan Jacobo Rousseau, el filósofo, el culpable de la Revolución Francesa, de los hippies y de la contracultura, recordé que tuvo cinco hijos y que a todos ellos los envío al hospicio. Lo recordé a él precisamente porque acababa de leer sus Confesiones. Y dije a la entrevistadora: “Si tuviera un hijo lo enviaría a un hospicio. Presiento que me “iluminaría” tanto que acabaría yo ciego.” Ella se fue, harta y convencida de su diagnóstico y de sus verdades. Un hombre que se rasca el brazo mientras dice tonterías no vale la pena de ser entrevistado. Yo me tomé un trago más y pensé en que Groddeck, ese escritor amigo de Freud, había inventado un método infalible para acabar con las chinches: “Mata cada chinche que encuentres, y cuando hayas matado la última, ya no quedará ninguna.”
     Sabemos que Jonathan Swift sugirió que, para acabar con el hambre en Irlanda, había que comerse a los niños. Es célebre el ensayo satírico donde hizo pública su idea: Una modesta proposición, se llamaba el ensayo; y todavía es leído con humor y escabroso placer. Pero hay quien se lo ha tomado en serio y muestra repugnancia por dicha literatura, como era el caso de la entrevistadora. Yo no tengo hijos porque no quiero enviarlos a un hospicio, es decir a una ciudad como el DF o Bogotá. Y, por supuesto, no me los comería.
     La pura realidad es que me apena dar entrevistas, sólo un idiota da entrevistas, es decir un hombre fuerte o un millonario, pero yo soy un hombre nacido en vano, pienso, y digo, maldita bruja, la entrevistadora, seguramente tiene varios hijos “iluminadores.” Vaya luz la que provendrá de su casa. Y los tragos seguían llegando a mi mesa.